Sobre la Unión Monetaria Europea
"Nunca he sabido de un mercado común que no tuviera una moneda común". El hombre que dijo esto, en una conferencia reciente, fue el anterior canciller alemán Helmut Schmidt, quien, como ministro de Finanzas al principio de los setenta, ni tan siquiera defendió ambiguamente el primer intento de crear una unión económica y monetaria en Europa. Las cosas han cambiado desde que Pierre Werner y Raymond Barre presentaron su plan después de la cumbre de La Haya, en diciembre de 1969. Veinte años después, Jacques Delors ha podido contar con la buena disposición de la mayoría de los Gobiernos europeos para seguir una política económica parecida. La inflación ya no es una opción política, ni siquiera en Italia y Reino Unido. En Francia y Alemania ha surgido un amplio consenso sobre las líneas maestras de la política económica. Además, todos buscan cierta estabilidad en un escenario monetario internacional turbulento. Sin embargo, no olvidemos que el inicio de esta turbulencia en 1971 también marcó el final de los planes Werner-Barre de unión monetaria.Por tanto, ¿tendrá éxito el plan Delors? Quizá más éxito. Ha habido cambios, y con el Sistema Monetario Europeo se han creado realidades importantes. Sin embargo, las dificultades que han encontrado los gobernadores de los bancos centrales y los ministros de Finanzas en su reciente reunión en Antibes son graves. Yo no apostaría por la consecución de la Unión Monetaria Europea en la próxima década.
¿Por qué no? Por supuesto, hay razones evidentes. Ni el Gobierno británico ni el Bundesbank alemán son especialmente entusiastas sobre los planes, y los dos son fuerzas formidables, especialmente porque otros parecen felices de poderse ocultar tras ellos. También hay razones no tan obvias, pero conocidas. Si la Unión Monetaria Europea tiene lugar, acarrearía la creación de un banco central, o un sistema de bancos centrales, según las indicaciones alemanas. El banco tendría que ser independiente de los Gobiernos, con una responsabilidad estatutaria para la estabilidad de las monedas. En otras palabras, los Gobiernos y los Parlamentos tendrían que, renunciar a poderes clave en beneficio de una institución que, en términos de historia constitucional británica, no es estrictamente "responsable". Tal abnegación es, por decirlo suavemente, rara. Después está el tema más amplio del papel alemán en todo esto. Evidentemente, el marco alemán es capital para cualquier intento de crear la Unión Monetaria Europea. Algunos comentaristas entendidos, como Samuel Brittan en el Financial Times, quien actualmente respalda la UME, lo expresó en términos escandalosamente honestos: la cuestión es la creación de una zona de marco alemán; ni más ni menos.
Si vamos un poco más al fondo, pronto encontramos el llamado problema de "soberanía". Digo el "llamado" porque en estos tiempos ningún país que forme parte de la economía mundial puede esperar controlar su moneda por sí mismo. No se trata pues del problema de que los Gobiernos entreguen solemnemente la soberanía nacional a las instituciones europeas. La soberanía fluctúa, por así decir; se ha convertido en una realidad intangible, y lo mejor que los Gobiernos pueden esperar es compartir con otros el ejercicio de la soberanía. Pero olvidemos la soberanía; la UME necesita en algún momento la creación de instituciones próximas, si no idénticas, a la unión política. Pero para ello, la ocasión debe estar madura. La señora Thatcher (o su sucesor) debe prepararse a renunciar a la utilización de los tipos de interés para contener la demanda. El señor Kohl (o quien sea) tiene que abandonar los planes de reducción de impuestos con la intención de ganar las próximas elecciones. El señor Lubbers (que parece que permanecerá algún tiempo) debe abandonar sus grandiosos y caros planes para la mejora ambiental. El señor Cavaco Silva tiene que sacrificar la competitividad portuguesa de bajos costes salariales en el altar de Europa. ¿Serán posibles estas y muchas otras cosas en la próxima década?
Traducción: Isabel Cardona
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