El ámbito de Simenon
Confieso mi largo período de adicto a la lectura de Simenon. No tanto de sus textos policíacos como de sus novelas de aventuras, de viajes, de personajes extraños, de obsesivos, maniacos y deprimidos. Y todavía disfruté más de los paisajes y entornos determinados: puertos pesqueros, gabarras de río, estaciones de servicios en las carreteras, lugares remotos de Norteamérica, los andenes ferroviarios, las pequeñas aldeas belgas, los bistrots de todas partes, las tertulias tabernarias, los cabarés de variada laya, las semiclandestinas maisons de passe, las fronteras y aduanas, los gabinetes médicos, la eclosión de la primavera en París, los sonidos del Sena cuando va crecido, las campanas lejanas de un templo intercaladas en el rumor del tráfico; el insidioso observatorio, implacable y secreto, de las porteras parisienses.Para mi gusto, ese arrebatar al lector hacia un escenario concreto y palpitante, dentro del cual se mueve la trama de lo acontecido, es una definitiva característica del estilo simeónico que lo hace inconfundible e inimitable. Por haber viajado yo, durante años, por tierras de América y Europa, he comprobado una y otra vez no sólo la certidumbre y fidelidad de muchos de esos ambientes, sino la veracidad de hechos que esos apuntes espontáneos y brevísimos -del que los transita- dejan en la memoria de quien los observa un surco muy profundo, a pesar de la volandera instantaneidad del impacto. Recorrer las páginas del recién fallecido escritor es como un reencuentro con paisajes o momentos que uno ha conocido y vivido.
La enorme fecundidad del novelista ha causado siempre el asombro de lectores y críticos. Pienso que era una condición humana específica la que le hacia grafómano insaciable, como si su personalidad le impulsara a llenar cuartillas o, como sucedía últimamente, a empuñar el micrófono del casete con objeto de dar rienda suelta a lo que fermentaba cada día en su magín. Sus personajes eran casi siempre gente siniestra, de espíritu averiado, con problemas psíquicos, lo cual le conducía a celebrar imaginarios diálogos con amigos suyos médicos que explicaban a su manera y con lucidez el oscuro entramado de esas almas extraviadas. Quizá fuera esta tendencia fruto de sus difíciles años de juventud, en los que residió en París en bajos niveles de independencia económica y ganándose duramente el sustento con publicaciones en las que usaba seudónimos variadísimos con objeto de ocultar su verdadera personalidad. Los bajos fondos de la capital debieron facilitarle la tarea de almacenar en la memoria tipos y datos de la resaca social habitual en las grandes urbes de la época.
Escuché durante mis cuatro años de estancia en París frecuentes opiniones de sus colegas literarios franceses sobre su persona y su obra. Había en casi todas ellas un doble componente de admiración y de recelo. Se reconocía el gigantesco esfuerzo del novelista. Pero se le reprochaba al mismo tiempo cierta vulgaridad en los temas elegidos y un estilo de narrador poco elaborado. No fue admitido en la Academia francesa, pese a sus 400 obras publicadas y sus millones de volúmenes vendidos en el mundo entero, que le convertían en el autor contemporáneo de mayor difusión de la lengua francesa. No soy experto para poder opinar en la materia, pero creo que la presteza con la que Simenon entra en la sustancia de sus relatos a grandes zancadas, sin dar rodeos ni perderse en largos preámbulos, es uno de sus mayores y más reconocidos méritos que agradece el lector de nuestros días, de ritmo vital azancado casi siempre.
Es interesante anotar también el hecho de que otro escrítor extranjero como Simenon, esta vez norteamericano, Julien Green, sí fue admitido bajo la coupole del Institut en mérito a su prosa hermosísima, apasionada y transida de emoción religiosa, con un deje de su lejana y perenne condición de puritana angustia.
Las Memorias de Simenon no son lo mejor de su obra, ni mucho menos. Quieren ser una justificación de algunos problemas íntimos de su vida y de sus opiniones sobre problemas actuales. El autor que ha inventado cientos -o quizá miles- de personajes falla cuando quiere desnudar su propia intimidad. Ni siquiera logra atraer la atención del lector en torno a su personalidad y a los episodios en algunos aspectos trágicos que le conmovieron profundamente. Tampoco los libros que dictó en estos últimos años pueden compararse con sus grandes novelas anteriores. Es curioso reconocer, una vez más, la sustancial diferencia que media entre un libro dictado y otro escrito. La palabra y la escritura son instrumentos de ideación sustancialmente diferentes, como lo son la audición y la lectura.
En cierta ocasión le preguntaron de cuántos vocablos franceses se servía como instrumentos de su prosa. "No más de 2.000". Era ahorrador de palabras porque tenía prisa en hacer entrar al lector en los escenarios variadísimos que escogía para desarrollar el drama -grande o pequeño- que contenía la narración. No tenía empeño moralizador ni siquiera justificador. Tampoco hacía concesión alguna al sentimentalismo. El amor apenas ilumina las narraciones, como si el autor tuviera miedo a resbalar por una pendiente que le acechaba.
Simenon coleccionaba pipas y tenía cientos de ellas. La pipa formaba parte esencial de su identidad figurativa. También coleccionaba aventuras femeninas con cifras descomunales que darían que pensar a los sexólogos mejor informados. Tal vez tuviera algún antepasado en las tierras de Flandes, protagonista de la quermés heroica.
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