El mundo en guerra
Hay un consenso universal en que el 1 de septiembre de 1939, hoy hace 50 años, la invasión alemana de Polonia fue el comienzo de la 11 Guerra Mundial. Pese a tal unanimidad, suele ser mucho más fácil determinar cuándo acaba una guerra que cuándo empieza, y en ello no es una excepción el gran conflicto universal, que tocó a su fin, esta vez sin ninguna duda, a lo largo de varias fechas en 1945. Lo único seguro, en cambio, en cuanto al primero de septiembre es que HitIer desencadenó una blitzkrieg sobre Polonia, que provocó los días 3 y 4 siguientes la agónica decisión británica y francesa de declararle la guerra a Alemania. Pero lo que comenzaba entonces era sólo otra guerra europea, en absoluto determinada en cuanto a extensión, contendientes y objetivos.Establecer cuándo comenzó la segunda guerra mundial exige una definición previa de la clase de conflicto a identificar.
Si sólo tratamos de buscar el comienzo estrictamente cronológico de unas hostilidades que con el tiempo llegan a convertirse en mundiales, la fecha más adecuada es el 8 de julio de 1937, cuando un incidente entre tropas chinas y japonesas en el puente de Marco Polo, cerca de Pekín, desencadena formalmente la guerra entre las dos potencias, que a su vez es absorbida por el conflicto mundial al extenderse las operaciones a gran parte de Asia. La fecha citada es, sin embargo, siempre convencional, puesto que las hostilidades chino-japonesas habían comenzado entrecortadamente sin declaración de guerra ya en 1931, con la ocupación de Manchuria. Con todo, es interesante comparar ambas cronologías, julio de 1937 y septiembre de 1939, en la medida en que la adopción planetaria de la segunda es reflejo de un eurocentrismo histórico: las guerras no comienzan de verdad hasta que los muertos los pone la raza blanca.
Si tratamos de determinar, en cambio, cuándo la serie de guerras enlazadas en el tiempo, que nace en 1937 en China y sigue en 1939 en Polonia, se convierte política y militarmente en mundial, nos hallarnos ante una diferente cronología.
Cuando Hitler concierta con Stalin el despedazamiento de Polonia no está iniciando una guerra universal, sino tentando la suerte al apostar que los aliados seguirán tragando hechos consumados, mientras Alemania se limite a la reorganización de la mitteleuropa. Paralelamente, la Unión Soviética toma sus medidas para prepararse ante ese intento de reconstrucción del sacro imperio con base en Berlín, no sólo engullendo la Polonia bielorrusa y ucraniana, sino neutralizando la pista escandinava hacia Moscovia con la invasión de Finlandia.
La guerra se detiene entonces, aunque los contendientes se miren por encima de la línea Maginot, en el convencimiento nazi de que la entente se avendrá a posponer una vez más el duelo final. En la ilusión de presionar a Londres por la vía de una reedición del bloqueo continental napoleónico, Alemania ocupa Dinamarca y la costa noruega, cuando ya los franco-británicos iban a tomar posiciones en el país de los flordos. Las potencias se adentran en la guerra, pero nada impide todavía un arreglo concertado.
Un cierto umbral se franquea en mayo de 1940 con la invasión de Francia a través de Bélgica y la sumisión de Holanda. Pero más que a una prolongación al Oeste de la guerra polaca, asistimos al comienzo de un nuevo conflicto, asimilable a la guerra en la que Bismarck destruyó el II imperio francés. Las condiciones son ahora más duras que en 1870, pero, a salvo de las dentelladas fronterizas en Alsacia y Lorena, Hitler se comporta con relativa moderación a la hora del armisticio: el Estado francés seguirá existiendo, aunque sea con la autonomía reducida de Vichy, señor de un imperio todavía planetario. Hitler no busca una guerra mundial, sino la genuflexión británica, que, tras el reembarque de Dunkerque, no comprende cómo es posible que se le siga resistiendo.
Únicamente la entrada de Italia en la guerra, cuando ya la derrota de Francia parece inevitable, en junio de 1940, amplía las operaciones al norte de África, donde Roma lo pierde casi todo en unos meses desde Abisinia a Cirenaica, a la espera de la contraofensiva alemana. Pese a ello, esa guerra ampliada que sigue librando en solitario el Reino Unido, vencedor de la batalla de Inglaterra contra la Luftwaffe, todavía no es más que un conflicto europeo con una prolongación colonial que afecta mucho más a Roma que a Berlín.
Durante todo ese tiempo, las relaciones germano- soviéticas han sido de formal idilio, y en modo alguno podía considerarse inevitable un curso posterior que incendiara los frentes orientales. En esos meses, Moscú contempla interesada cómo se despedazan las potencias capitalistas, mientras espera sacar partido una vez que emerja un débil vencedor de la contienda europea. Hasta entonces, Hitler, como solía decir un notable pensador argentino, había construido mucho, pero definido muy poco. Todo eso cambia el 21 de junio de 1941, cuando Alemania desencadena la operación Barbarroja con la invasión de la Unión Soviética.
Hasta el momento, había habido guerras con escenarios en diversas partes del mundo, pero ninguna, incluida la Gran Guerra, fue verdaderamente mundial porque los teatros de la acción estaban absolutamente desconectados entre sí. Es cierto que la guerra europea registró, además de las matanzas en el frente occidental de Flandes y Verdún, y de la débâcle rusa en el frente oriental, acciones militares entre las tropas coloniales británicas y alemanas en África, y la ocupación apenas sin resistencia de los enclaves germánicos en China por parte de un Japón ávido de despojos vecinales. Pero también la guerra de los siete años, mediado el siglo XVIII, había visto combates entre Francia e Inglaterra no sólo en Europa, sino en la India, y en el Canadá, sin que ni una ni otra conflagración merezcan el sobrenombre de mundiales porque los enfrentamientos estaban escasamente relacionados entre sí; la derrota de Montcalm ante Wolfe por el dominio de Quebec, la rendición del África alemana en la primera guerra, mucho antes de que se decidiera la contienda en Europa, no influyeron realmente en la lucha general. Lo distintivo de la gran guerra europea, diferentemente, fue la mundialización de la materia prima para el combate: el ser humano; norteafricanos e indochinos tomaron parte en el esfuerzo militar de Francia, los súbditos del subcontinente indostánico lo hicieron por el Reino Unido, y con ello, el mundo fue a la guerra más que la guerra al mundo. Pero lo que sigue siendo común a 1756 y a 1914, fue que sólo el resultado de los combates europeos justificaban el triunfo o el desastre. Por todo ello, una nueva era de los conflictos militares únicamente comienza en junio de 1941 y no en septiembre de 1939, julio de 1937 o cualquier otra fecha anterior.
La invasión alemana no solamente extiende los combates hacia el Este, sino que define la guerra de dos maneras: en primer lugar, arranca a Rusia de su manojo de opciones, convirtiéndola en aliada del Reino Unido y de los minúsculos efectivos del general De Gaulle; en segundo, porque da a Japón la aparente garantía de que en su expansión prevista por el Pacífico sur no tendrá que temer un ataque por el flanco manchuriano de parte de Moscú. De esta forma, la primera fecha, 21 de junio de 1941, es un antecedente vinculante de una segunda que redondea su obra; el 7 de diciembre de ese mismo año Japón lanza el ataque de Pearl Harbour, pensando que ningún otro momento sería mejor para suicidarse en la lucha a muerte con Estados Unidos.
Las dos fechas definen la guerra, no sólo porque la internacionalizan más que ninguna otra anteriormente, sino porque intercomunican los diversos conflictos en los que geográficamente se divide el gran combate. De esta forma, la presión japonesa en esos meses de victorias ininterrumpidas que duran hasta la batalla del mar del Coral, en junio de 1942, limita las posibilidades de acción de Estados Unidos en Europa, que sólo en noviembre de ese año desembarca en Marruecos -operación Antorcha- para barrer la presencia del Eje en África del Norte. De igual manera, mientras Alemania constituye una amenaza para la Unión Soviética, lo que se prolonga hasta la batalla de Stalingrado en diciembre de 1943, o incluso la liberación de todo el territorio ruso en 1944, Japón no tiene que pensar en la pinza soviética al norte de China. El hecho de que Moscú no mueva un dedo hasta que caiga la bomba atómica sobre Hiroshima obedece al cálculo perverso de intervenir sólo en el momento de máximo rendimiento con el menor coste. Pero aun así, el reciente examen de la documentación del Departamento de Estado norteamericano de la época parece probar que la intervención soviética hizo tanto por inducir al Japón a la rendición como las hecatombes atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Asistimos, por tanto, en el período 1941-1945 a una guerra auténticamente planetaria que ordena el mundo después de concluida; el recurso extensivo a los súbditos de los dos imperios lleva consigo el germen que desemboca en la independencia de la India en 1947, la derrota del hombre blanco ante la avalancha japonesa en Asia es un gran dato para la insurrección vietnamita contra Francia que se resolverá en Dien Bien Phu en 1954, la entrevista de Roosevelt y Mohamed V, los soldados norteafricanos de Juin en Montecassino, conducen al levantamiento argelino el 1 de noviembre de aquel año, y todo ello, al primer gran cónclave no alineado de Bandung en 1955. El linkage universal que el doctor Kissinger elevó a titular periodístico de su concepción de la diplomacia es la realidad exterior más determinante de la era que comenzarnos a vivir. La segunda guerra ha unificado el mundo.
Europa, África, Asia, Oceanía, incluso la presunta amenaza japonesa sobre California, se unen en el haz de una sola guerra, en un multiteatro de operaciones, en un juego mortal en el que la ventaja en un sector se sufraga con la desventaja correspondiente del enemigo en los restantes escenarios del combate, todo ello por primera vez en la historia de la humanidad. Por eso, la única guerra mundial que el planeta ha conocido sólo pudo comenzar el 21 de Junio de 1941 y no el 1 de septiembre de 1939.
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