La cuadrilla de Morenito
Quiero a Bilbao más que a cualquier otra ciudad. Me gusta su paisaje atroz: sus barrios manchesterianos, la desolación lunar de sus alrededores y la pátina de hollín grasiento que depositó en sus fachadas un siglo de industrialización a la japonesa, sin budismo Zen y con ejercicios espirituales de san Ignacio. Me caen bien mis paisanos, con su falta de imaginación, su doble o triple moral, su fanfarronería y su timidez. Si se me concediera una segunda vida, pediría nacer de nuevo en Bilbao. Lo que no soporto son sus fiestas.Cuando yo era niño, la Semana Grande se reducía a las tres tes: tiovivo, teatro y toros. Mis abuelos iban a los toros; mis padres, al teatro, y yo, a los tiovivos. Eran esparcimientos discretos y morigerados. Los bilbaínos corrían sus grandes juergas de tapadillo y lo más lejos posible de casa. Probablemente hay mucha leyenda en lo de las orgías de los "señores de Bilbao" en Madrid, Barcelona o Sevilla, pero eran leyendas necesarias para el equilibrio del sistema. Los bilbaínos de mi infancia eran gente de fuste, franquistas acomodaticios, con una nostalgia liberal agazapada en el fondo de sus almas de barro, y la Semana Grande, una imperceptible inflexión en el muermo levítico de un año sin carnestolendas, con procesiones de Jueves Santo y novenitas a la Inmaculada, que decía Blas de Otero.
Mi memoria es mesocrática, y desdichadamente limitada. Nada sé de la memoria proletaria, y lo poco que conozco de la oligárquica me ha llegado a través de testimonios indirectos, no demasiado fiables, pero estoy seguro de que, los toros fueron la única diversión interclasista de aquella época gris. Mi abuelo socialista pertenecía al Club, Cocherito, la institución taurófila de más solera en la historia de Bilbao. Mi otro abuelo, nacionalista vasco, no habría puesto el pie en aquel antro de españolidad aunque le pagasen, pero no se perdía una corrida de la feria de agosto. Uno de sus habituales compañeros de tendido era Manu Eguillor, antiguo secretario del PNV, divulgador de las obras de Sabino Arana Goiri y, sobre todo, bilbaíno de pro. En las tabernas taurinas de la calle de Ledesma, hombres de manos callosas y de prosodia evidentemente no vasca glosaban los lances de la tarde anterior. Y, en fin, Pedrito de Andía, aquel paradigma de pijo de Neguri creado por Rafael Sánchez Mazas, escondía el flujo de las estaciones con sólo dos acontecimientos recurrentes: las regatas y los toros.
Murió Franco. Se improvisaron unas fiestas eclécticas, tomando de los sanfermines el chupinazo; del carnaval donostiarra, las comparsas, y del hinterland vizcaíno, los aspectos más broncos y rurales. Las Gestoras pro Amnistía, Herri Batasuna y acólitos introdujeron otros ingredientes disruptivos: pedradas contra el Ayuntamiento, guerra de banderas y, last but not least, la campaña antitaurina. Muchos que ovacionan el tiro en la nuca se desmayan al oír hablar del descabello.
En los últimos años, los ataques a la fiesta se aderezan con argumentos ad hominem. Sin embargo, que el subcomisario Amedo haya presidido las corridas bilbaínas no logrará cohonestar el hecho de que Jon Idígoras, el conocido dirigente de HB, fuera en un tiempo no muy lejano Morenito de Amorebieta, un denodado, aunque mediocre, novillero. Nunca olvidaré su castiza respuesta a Carlos Garaikoetxea, que había aludido de pasada a dicha circunstancia, quizá la frase más española y cañí que haya pronunciado un vasco: "Yo he llevado por los cosos con dignidad el noble arte de Cúchares, no como ese guapo mozo navarro que ejerce de monosabio en la plaza de Las Ventas de Madrid". Olé.
No sé qué nos deparará este año la cuadrilla del otrora Morenito. Por si acaso, estoy haciendo las maletas. Ya me enteraré a la vuelta de cómo les ha ido a Espartaco y Manili. Sólo deseo a la afición local que ninguno de ellos dé una espantada a lo Pavarotti.
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