Keynes o los antibióticos
En los años setenta, cuando la realidad de una crisis inesperada en su fuerza y su previsible duración sorprendía a todos los observadores, un periodista inexperto quiso saber la opinión de un responsable de la Reserva Federal sobre la vigencia de las ideas de Keynes. "¿Keynes?", se indignó la alta autoridad. "Ese tipo decía que a largo plazo todos muertos, pero a la hora de la verdad el que se murió fue él, y a los que nos toca lidiar con el largo plazo es a nosotros".El exabrupto parecía implicar un reproche de irresponsabilidad a Keynes, que se habría desentendido de las consecuencias a largo plazo de su terapia ariticíclica, abriendo el camino a la desastrosa estanflación de los setenta. Un reproche tan extendido como injusto, me temo: dicen respetables expertos que él nunca pensó en la viabilidad del endeudamiento público como respuesta a la caída de la demanda solvente en condiciones de descontrol monetario, y que su irónica alusión al largo plazo no era irresponsabilidad, sino una muy cuerda llamada a combatir los efectos disfuncíonales del ciclo frente a los teóricos dispuestos a olvidarse del malestar social en espera de la llegada (a largo plazo) de las bien aventuranz as del equilibrio neoclásico.
En realidad los Iodos de los setenta parecen haberlos traído los polvos de los sesenta. Kalecki había asegurado en 1943 que el pleno empleo era posible técnicamente, pero que nunca se produciría de forma duradera porque de lo contrario el orden capitalista se haría ingobernable. Pero en los años sesenta la racionalidad colectiva del capital debió de tomarse un período sabático, el pleno empleo se produjo de forma estable y, cuando comenzaron los síntomas de una caída de la rentabilidad en los países desarrollados, el problema fue que ningun político se atrevió a dar la cara y decir que se terminaba el pleno empleo y que había que apretarse el cinturón. Las medidas keynesianas se siguieron aplicando por tanto en condiciones en las que eran contraproducentes, y pasó lo que pasó.
En la consiguiente resaca se puso de moda que Keynes había muerto, lo que sólo podía ser una trivialidad de mal gusto o una clara exageración. En la confusión de los años del ajuste, sin embargo, el tópico ha llegado a ser considerado respetable, lo que resulta muy antipático. Vamos a ver más despacio: lo que ha demostrado la crisis de los setenta es que las políticas keyneslanas no son un curalotodo, no que no sean necesarias y convenientes en ciertas condiciones. Sucede con Key que no resuelven todas las enfermedades, pero curan con gran facilidad algunas francamente enojosas y son muy convenientes para evitar complicaciones en el tratamiento de muchas.
Ningún gobierno socialista ha abandonado las políticas keynesianas. Ahora se utilizan para consolidar el crecimiento económico, incrementando el consumo a medida que la productividad lo permite, pues en economías abiertas no es posible incrementar la productividad tirando del consumo. (Una demostración a contrario es el crecimiento norteamericano bajo Reagan, que sigue siendo hoy, por más que Samuelson quiera tranquilizarnos, un serio riesgo de recesión mundial en la medida en que la economía norteamericana no logra superar los desequilibrios creados por la espiral rearme/consumo.)
Lo que diferencia una política socialista de una política conservadora es que en la prirnera el crecimiento se traduce en redistribución. No tiene sentido creer que redistribuir es crecer (en condiciones de integracíón mundial de la economía, insisto), pero apostar por un crecimiento sin redistribución, acentuando la polaridad social, no ya es conservador, sino que probablemente es mala política económica. Un crecimiento demasiado dependiente de los mercados exteriores, o del consumodel sector más privilegiado de la sociedad, es necesariarnente un crecimiento frágil, de base insuficiente o precaria.
Puede ser bueno recordar esto hoy, porque tras el ajuste más duro existe el riesgo de que la componente keynesiana del crecimiento español, ya patente desde 1985, se dispare hasta el punto de exigir un aterrizaje suave, o como se quiera llamar a una reduccíón del consumo en consonancia con el ritmo de la productividad. No es un exceso de liberalismo lo que amenaza a la continuidad del crecimiento, sino una elevación muy rápida de la norma social de consumo. Pero, más allá de los problemas inmediatos, hay que recordar que la vinculación entre crecimiento y consumo no sólo es una táctica económica, sino una parte fundamental del modelo de sociedad europeo, ese modelo que hoy se contrapone al neoconservador (consumo polarizado) o al del Pacífico. Como decía hace años un economista: "Si todos fuéramos Japón, si todos produjéramos para exportar, ¿a quién demonios le exportaríainos?". Europa ofrece hoy el ejemplo de una economía regional que consume porque produce, y produce porque tiene una alta capacidad de consumo.
Como en tantas cosas, el problema no es que los socialistas hayan idealizado la política keynesiana, sino que durante la posguerra la aceptaron en una dimensión estrictamente nacional. Hoy, con la unidad europea, intentan ya realizarla a nivel regional. Pero eso no basta, incluso podría llevar al callejón sin salida de la fortaleza Europa con la que amenazan los políticos conservadores. La apuesta debe ser un crecimiento solidario Norte y Sur, Este y Oeste. Un nuevo plan Marshall (que en buena lógica debería llamarse plan Brandt) para la Europa del Este en trance de reforma, para la América Latina estrangulada por la crisis. No menos keynesianismo, sino keynesianismo global: relanzar la productividad a nivel mundial para redistribuir a nivel mundial.
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