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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El coche fúnebre

EL AUTOMÓVIL, símbolo máximo de la modernidad, se ha convertido en paradigma de las contradicciones de nuestra civilización. Lo que surgió como un bien de confort se ha convertido en un instrumento de suplicio lleno de riesgos. Suplicio: las caravanas interminables, los embotellamiento s en las ciudades, la imposibilidad de aparcar. Riesgos: casi 5.500 personas perdieron la vida en las carreteras españolas durante 1988, no menos de 50.000 en toda Europa occidental. La cifra no descenderá este año. El pasado fin de semana se registraron 80 muertos y 70 heridos graves, los mismos que en Francia. En los primeros 20 días del mes de julio se contabilizaron entre nosotros 389 víctimas mortales. A qué seguir. La carretera es en el mundo civilizado un factor de mortalidad de espeluznante eficacia. En algunos países, como la República Federal de Alemania, el porcentaje de accidentes en relación al parque automovilístico es sensiblemente inferior al de España, Italia o Francia. Pero, con todo, las cifras son igualmente escalofriantes. La gente las escucha con una mezcla de hastío y resignación. En vísperas de la salida vacacional, con algo de estremecimiento también, pues si bien siguen sin conmovernos las cifras, sí lo hacen las imágenes de las víctimas cubiertas por púdicas mantas -escamotear el cadáver es otro signo de los tiempos- al borde de la ruta.

Y, sin embargo, si esos centenares y miles de víctimas se produjeran de golpe en un incendio, un atentado, el hundimiento de un buque, nuestra sensibilidad se desbordaría, sufriríamos con ellas, exigiríamos medidas drásticas para que nunca más pudiera volver a ocurrir algo semejante.

Sustancialmente, el problema consiste en que el número de automóviles en circulación crece mucho más rápidamente que la red viaria destinada a soportar su tráfico. Ello es a su vez consecuencia de opciones económicas: construir coches resulta más rentable que hacer carreteras. El Estado se responsabiliza entonces, con arreglo a esa lógica de subsidiariedad, de destinar una parte de los ingresos que administra a ese objeto. El caso de España, el país europeo con más elevada densidad de víctimas por kilómetro recorrido, resulta revelador de la falta de previsiones al respecto por parte de quienes deciden las prioridades presupuestarias. Y aun reconociendo el enorme déficit en infraestructuras públicas acumulado durante decenios -más incomprensible en un país que hace del turismo una de sus principales fuentes de ingresos-, los socialistas que gobiernan desde hace siete años son responsables directos de esa falta de previsión, que afecta en realidad a todo el sistema de comunicacíones.

El plan de modernización de las carreteras españolas no estará concluido antes de 1991. Entre tanto, las autoridades están obligadas a reforzar las medidas especiales adoptadas en los períodos de máximo riesgo, estimulando, incluso con precios especiales, el uso de medios de transporte colectivos alternativos. De momento se hace lo contrario, puesto que las vísperas de vacaciones han sido excluidas de las rebajas en los billetes y otras venta as -transporte gratuito del coche familiar si viajan más de tres personas- aplicadas por Renfe durante numerosos días del año.

El rapidísimo crecimiento del parque automovilístico nacional en los dos últimos años significa también la irrupción en las carreteras de centenares de miles de nuevos conductores. La experiencia parece indicar que esos nuevos conductores, especialmente los mal, jóvenes, tienen una insuficiente percepción de los riesgos múltiples de la carretera. Las campañas de prevención deberían hacer más hincapié en ese sector de neoconductores, muchos de ellos fascinados por los modelos de agresividad y competitividad individual que la publicidad asocia permanentemente a la actividad de manejar un coche. Los planes de enseñanza de las academias automovilísticas -y de enseñanza en general- deberían, seguramente, tener en cuenta ese factor psicológico, contrarrestándolo con la defensa de valores que identifiquen al buen conductor no con quien más corre o sobrepasa a más vehículos, sino con quien menos riesgos asume y hace correr a los demás.

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