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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Crimen y castigo

HACE UNOS días, el semanario italiano L'Espresso publicaba un amplio sondeo sobre 100 razonespara reflexionar en tomo a la despenalización de la droga. En representación de todas las tendencias ideológicas, lo firmaban 100 personalidades del mundo entero, incluidos varios premios Nobel. Todos los días, jueces, fiscales, filósofos, policías, alcaldes, sociólogos, antropólogos y médicos -gente poco sospechosa, en resumidas cuentas- añaden su voz a la de quienes opinan que el tratamiento que se da a este gigantesco problema no es el mejor para acabar con una de las más graves amenazas contra la sociedad actual.Los Gobiernos han demostrado una y otra vez que con la represión no consiguen resolver casi ninguna de las cuestiones relacionadas con la droga: son incapaces de combatir el gigantesco negocio de corrupción y muerte que se asocia con la producción, venta y contrabando de aquélla; son impotentes para hacer frente a la ola de criminalidad que provoca, y carecen de legislación o de política razonables para curar al enfermo de droga. Socialmente no saben enfrentarse al problema con otra cosa que no sea la marginación del consumidor y la agravación de las condiciones psicosomáticas que llevaron a éste a la adicción. Por no hablar de las complicaciones sanitarias -léase hepatitis o SIDA- que han aparecido en los últimos años como consecuencia de la clandestinidad social a la que ha sido empujado el drogadicto.

En la dramática discusión que rodea a la conveniencia o no de despenalizar la droga intervienen, sobre todo, elementos pasionales e ideológicos. Cuando se habla de despenalizar la droga parece como si los que propugnan esta solución estuvieran defendiendo activamente el incremento de la permisividad o de la perversión de la sociedad y la distribución libre, casi impuesta, de sustancias psicotrópicas. Ocurre exactamente al contrario. Despenalización no quiere decir fomento indiscriminado del consumo. Quiere decir que, como castigar no sirve de nada, es preciso buscar otros medios para acabar con la droga. Y quiere decir, sobre todo, que se trata de un problema sanitario, lo suficientemente grave como para, además, convertirlo en un foco permanente de delincuencia. En otras palabras, la gran discusión debería ser no si debe despenalizarse, sino en cómo debe hacerse.

Tal vez haya 200.000 heroinómanos en España, pero hay tres millones -de alcohólicos. Tal vez, por sobredosis, mueran en nuestro país 300 adictos al año. ¿Cuántos alcohólicos y tabacodependientes mueren de cirrosis, infarto, cáncer o simplemente por conducir borrachos? ¿Por qué es despreciable ser adicto a la heroína o a la cocaína y en cambio es socialmente aceptable ser adicto al tabaco? En EE UU mueren al año más personas por abuso de fármacos que por sobredosis. ¿Y qué decir de las drogas que toman los deportistas, un año prohibidas y al año siguiente repentinamente saludables?

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Nadie sensato se plantearía hoy penalizar el consumo de tabaco para acabar con su uso. Probablemente lo único que se conseguiría es que la gente fuera acuchillada en las calles por el precio -que sería infinitamente más alto que el actual- de un cigarrillo. Por el contrario, las últimas campañas han conseguido hacer de su consumo algo social y sanitariamente inaceptable. La lucha contra la producción y venta de alcohol fue intentada una vez en Estados Unidos, con los resultados ya conocidos.

Ha llegado, pues, el momento de que nos sentemos a hablar de si la despenalización podría ayudar a resolver uno de los principales problemas de la droga: su criminalización. Pero es imperativo que a la mesa acudan las instancias que penalizan; es decir, los Gobiernos. Sin ellos, el ejercicio sería una interesante, profunda y estéril disquisición filosófica.

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