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Ahora, la Administración

Joan Subirats

Uno de los puntos recurrentes en boca de los gobernantes desde el momento en que accedimos a la democracia ha sido la necesidad de reformar la Administración pública, hasta el punto de que se oye afirmar a menudo que el mal funcionamiento de la Administración es el principal cuello de botella que puede poner en peligro nuestra capacidad de crecimiento.A pesar de ello, la Administración pública no es uno de los temas que mayores pasiones despiertan en el país. Tienen mucho más glamour las andanzas del diputado-abeja o preocupan más las tensiones entre partidos y sindicatos, por no hablar de otros temas financiero-eróticos, que el nivel de eficacia de nuestras Administraciones o la calidad de los servicios que prestan. No abunda, por otra parte, una conciencia fiscal que relacione pago de obligaciones tributarias con exigencia de servicios adecuados en accesibilidad y calidad. La gente acude a los servicios públicos con esa resignada conciencia que sólo dan años de experiencias desdichadas, cogiendo lo que se les ofrece cual limosna inesperada y benéfica. La actitud es de pedigüeño, o cuando más de usuario. Hace poco apareció publicada una noticia acerca de un nuevo hospital público cerca de Barcelona en el que eran tan inusuales el buen trato y las atenciones que recibían los enfermos, que éstos acostumbraban a mirar desconfiados a derecha e izquierda mientras preguntaban: "Pero oiga, ¿esto es de la Seguridad Social?".

En España, una arrolladora mayoría comparte el criterio según el cual es absolutamente imprescindible que el Estado (con mayúscula) controle la inflación, prevea las recesiones, cree puestos de trabajo, asegure el orden interno y la paz exterior, regule el sistema económico y además cure al enfermo, sacie al hambriento y garantice un adecuado nivel de vida a todo hijo de vecino. Una mayoría del mismo calibre da por descontado que el Estado ha crecido demasiado y que no hay quien aguante tanta burocracia. Lógicamente, el Estado acaba recogiendo lo peor de ambos mundos, acusado por los usuarios de los servicios públicos de ofrecer un bajo nivel de calidad y vituperado por gastar demasiado y perseguir de manera inmisericorde a todo posible contribuyente.

Y lo cierto es que nada de ello es sorprendente. Del Estado se esperaba muy poco hace 100 o 50 años. Más bien se le temía, y, considerándolo un mal necesario, se le intentaba mantener en una posición de subsidiariedad. En España, el franquismo jugó a ese mismo juego, aunque, llevado de sus raíces intervencionistas y de la necesidad de ofrecer ciertas contrapartidas sociales a la ausencia de mecanismos auténticamente representativos, puso las bases de una incipiente red de servicios sociales en plena etapa desarrollista. El arribo de la democracia propició un incremento de la demanda de mayor accesibilidad a esos servicios públicos, pidiendo más y más servicios y prestaciones para cubrir déficit sentidos como absolutamente necesarios.

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Seguíamos así, con nuestro tradicional retraso, los pasos de una Europa que, tras la estela del pacto social de la segunda posguerra, habían conducido a la mayoría de Estados a niveles de gasto público que rondan el 50% de los diversos PIB, muy por encima de lo que nadie podía suponer pocos años antes. Las administraciones públicas han ido, pues, convirtiéndose en receptáculos de políticas y programas de actuaciones que dejarían boquiabierto a más de un liberal del siglo anterior. Stuart Hill, preocupado en aquel entonces por lo que consideraba excesivo protagonismo del Estado en el sistema escolar, no saldría de su asombro si viera a los poderes públicos repartir preservativos, fluorizar las aguas o decidir la cantidad de crema que ha de contener un helado.

Pero lo cierto es que las administraciones públicas hacen ésas y muchas más cosas. Y lo hacen con unas reglas y una estructura interna que no favorecen un ejercicio eficaz y eficiente de sus competencias, por mucho que los textos constitucionales sancionen esos principios con toda solemnidad. La nueva situación económica de los setenta y los ochenta ha obligado a poner en primer plano cómo conseguir igual o mejores servicios con los mismos o menos recursos, y ahí es donde no encaja el modelo racional-burocrático teorizado por Max Weber, dirigido a conseguir una gestión de indiferente eficacia en relación al cambiante mundo de la política.

Los políticos van dándose cuenta de que el producto ideológico vende menos y van exigiendo a sus administraciones que den más. En un entorno cada vez más competitivo, el acento se pone en la calidad del servicio, en la capacidad de personalizar el contacto y el producto, y ésos son precisamente los grandes déficit de unas administraciones acostumbradas a la opacidad y al silencio, acostumbradas a pensar más en el procedimiento que en el resultado de la acción administrativa. Los mismos trabajadores de las diversas administraciones, que han visto pasar los cadáveres de las sucesivas reformas y reformadores, están pidiendo que alguien cuente con ellos, que alguien les pregunte cómo logran, de hecho, ofrecer un servicio mínimamente digno a pesar de las rigideces, de la falta de alicientes y de recursos o de las confusiones entre los niveles de decisión político y administrativo.

El punto de inflexión clave puede ser la consideración del usuario del servicio público como cliente. Es decir, alguien que acude a un servicio público no con la mansedumbre propia de quien va a recibir una dádiva, sino con la actitud de quien ha pagado de antemano ese servicio en contante y sonante. Y ahí los esfuerzos han de ser múltiples, como múltiples han de ser los actores que intervengan en la resolución de esa gran asignatura pendiente. Parece que desde la cúpula de las administraciones públicas se está en ello, y mientras José Borrell promete unos presupuestos más comprensibles, se avanzan vías de modernización administrativa sugerentes, aunque faltas, por ahora, de mecanismos de implementación claros. Otros, como el Gobierno vasco, quieren contar con la opinión de auténticos expertos, los funcionarios, y les ofrecen premios si proponen mecanismos de mejora efectiva de los servicios administrativos. También surgen iniciativas de programas de gestión pública para recién licenciados, cursos de reconversión de funcionarios o debates sobre la formación en los diversos niveles administrativos.

Algo está cambiando en las administraciones públicas, y sería bueno que finalmente llegara su hora. Pero sin el impulso decisivo de los clientes de las mismas, exigiendo más respeto y más calidad en el servicio y ofreciendo su colaboración en el empeño, esos destellos de mejora pueden irse apagando.

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