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El fantasma de la Academia Roxy

Todo parece indicar que la gran duda, o una de ellas, es distinguir a los mezquinos de los idiotas. Naturalmente hay gentes de buena voluntad, e incluso inteligentes, que no son ni lo uno ni lo otro, pero abundan menos. Pero lo mayoritario, sobre todo en determinados ámbitos, oscila entre la mezquindad y la idiotez.Viene esto a cuento por el revuelo que se montó con motivo de un examen de selectividad, y más concretamente con una de las pruebas de Lengua. Un texto de Juan Marsé, unas preguntas elaboradas por un grupo de expertos, unos ejercicios multitudinarios... todo se desarrollaba con normalidad hasta que alguien, un profesor o catedrático, decide darse un baño de popularidad, dimite de la prueba, se rasga las vestiduras y consigue esos 15 minutos de fama de los que nos habló -tan bien, por cierto- Andy Warhol. Tras el gesto semi apocalíptico -lo total y auténtico hubiera sido dimitir de todo y trabajar en la empresa privada o apuntarse al paro-, la cohorte de quienes aprovechan cualquier resquicio para desenterrar el hacha. Proyectos catedráticos y académicos, o las dos cosas a la vez entre otras muchas ocupaciones, arremeten contra mi humilde persona con, todo parece indicarlo, el agobio acumulado de haber tenido que soportar imágenes molestas para tan selectas retinas, o con inconfesables motivos en los que la cultura se entremezcla con el comercio, sin matizar que quien esto firma ni intervino en la selección ni en la elaboración del texto, sino que asistió -perplejo, eso sí- a la ceremonia demagógica organizada por un profesor que dimite pero que no se va, al menos definitivamente, y un académico ilustre que no cita en ningún momento de su apasionado artículo al autor del texto de marras, supongo que porque no lo sabía. En caso contrario sus invectivas, su alarde de ingenio trasnochado, hubiera sido algo más moderado. Despacharse de un plumazo a Juan Marsé es, para un conocedor de la literatura del siglo XX, una idiotez, ni siquiera una temeridad. Días después era una luminaria del pensamiento la que se lamentaba de la tan mencionada prueba de selectividad. Bien está que nuestros guardianes de la cultura pongan el grito en el cielo cuando sientan que se conmueven las bases de la misma, pero tampoco estaría de más que revisaran algunos libros de texto o que cuestionaran el carácter vitalicio de las cátedras. Son pequeños detalles que poco a poco conforman un discreto entramado de corruptelas y sandeces.

El académico -cualquiera de ellos, son intercambiables- ilustra sus razonamientos con la ironía propia de quien no entiende de la misa la media: "Veáse con que diligente cuidado estudia el muchacho científicamente los andurriales de su ciudad... Es la sacristía el lugar donde debe vivir, mil veces más importante que la catedral de al lado...". Los andurriales de una ciudad, de cualquier ciudad, suelen enseñar sobre la lucha por vida, las junglas de asfalto y los buscones de cualquier pelaje bastante más que los enmoquetados despachos o los cuidados parterres de lujo. Es decir, la literatura y, consiguientemente la Lengua, deben mucho más a los andurriales que a los palacios. Por lo que se refiere a las sacristías y las catedrales baste el decir que a todos nos encantaría vivir en catedrales -estudiantes incluidos- pero éstas son menos, muy caras, y casi siempre están ocupadas por pluriempleados catedrático-académicos.

En cualquier caso, y afortunadamente para todos, siempre han existido los narradores de la miseria, de los andurriales. desde Pio Baroja a Juan Marsé. desde Luis Buñuel a Antonio López, por no salir de nuestro siglo aunque sí de una sola disciplina. La vida -incluidas las pruebas de selectividad- ya no son lo que eran porque lo inmutable no es natural, como tan magistralmente nos contaba el propio Marsé en su relato El fantasma del cine Roxy, cantado después por Serrat. Lo único, o casi lo único, que parece resistir el paso de los años -anclado en la noche de los tiempos- es ese concepto del mundo, de la cultura y del periodismo que antepone el desahogo de las propias insatisfacciones a la sensatez. Alguien puede proponer determinados textos para que los alumnos -voluntariamente- opten por él o por otro. Cualquiera puede y debe, si lo considera justo, criticar la selección propuesta. El resto es pura demagogia.

Como les decía al principio de estas líneas, cada vez es más difícil distinguir a los mezquinos de los idiotas.

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