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La pena

Nos dicen que a Raúl se le caían las lágrimas y que Fidel se puso malito cuando se enteraron de lo de sus amigos narcotraficantes. Se comprende. Las decepciones, sobre todo las que engordan en el silencio de las amistades tácitas, arrastran todo lo que encuentran a su paso cuando estallan. Uno piensa sostenerse en un cañamazo de vidas paralelas hasta que descubrimos que el amigo de nuestra juventud se quedó colgado y nos dejó solos. Cuando esto sucede suele agitarse el océano de los ojos y ante el espejo del lavabo, igual que Raúl, el engaño se desborda hacia el desagüe de la memoria.Pero en el Caribe los desamores no acaban ahí y a los ex amigos reencarnados hoy en criminales se les despide ante un pelotón de ejecución. La muerte se reviste así de justiciera. Se les mata, dicen, porque con su muerte se evitará la muerte de muchos. Y se añade sin recato que sólo la muerte de cuatro conseguirá evitar el desprestigio de todo un pueblo. Ése es el problema de los que tienden a identificar a los pueblos con sus jefes. La muerte deja de ser un castigo para convertirse en una expiación colectiva. El Estado mata al diablo. Pero la muerte del diablo nunca equivale a la desaparición de¡ Mal.

Es fácil estar contra la pena de muerte aplicada a unos alborotadores estudiantes chinos. Lo difícil es ser abolicionista ante esos execrables asesinos de jóvenes, comerciantes al por mayor de la muerte en polvo. Y, sin embargo, es en estos casos que excitan los resortes más animales de la venganza humana cuando hay que evitar que el crimen de unos cuantos sea secundado por la abyección de una muerte con firma oficial, una muerte fundamentada en el orgullo de un sistema más que en la necesidad objetiva de matar. Matar al matador reduce la vida a un bien administrable por el Estado. Y ningún supuesto prestigio nacional puede justificar una pena de muerte que deja la muerte para el hombre y una profunda pena para la especie.

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