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América Latina, la década e los prodigios

La revolución cubana activó la emergencia de una nueva izquierda latinoamericana, y ambas catalizaron una transformación de los ejércitos de la región. El autor ha investigado el trasfondo ideológico de este fenómeno, y su trabajo La polémica de los años sesenta acaba de obtener el Premio América del Ateneo, copatrocinado por el Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI) y la Comisión del V Centenario. En este artículo, Rodríguez Elizondo explica por qué también en América Latina puede hablarse de una década prodigiosa.

Fue en los años sesenta cuando comenzó a manifestarse en América Latina el síndrome de una crisis integral. Desde sectores mayoritarios y con diversas perspectivas, asomaba una nueva conciencia del subdesarrollo y, con ella, la premura por actuar en algún sentido. Las cosas "no podían seguir igual".Desde el punto de vista de la política económica, era el comienzo del fin del proyecto cepalino, basado en el desarrollo permanente y autosostenido, que debía impulsar una industria nacida para sustituir importaciones tradicionales. Desde una perspectiva sociopolítica, se formalizaba una notable lucha triangular entre quienes, desde su estirpe agroexportadora, querían conservar el contenido de sus sistemas; quienes querían impulsar cambios estructurales bajo el patrocinio del Estado, y quienes, sobre la base de un proyecto socialista, repudiaban los cambios y exigían una revolución.

También fue la época en que explosionaron, por una parte, las incompatibilidades entre quienes querían dinamizar un proceso de cambios y quienes querían iniciar un proceso revolucionario; por otra, entre quienes postulaban que un proceso revolucionario suponía priorizar el desarrollo político y quienes estimaban que había que privilegiar el desarrollo militar.

En este cuadro continental, la exasperación de los conflictos contribuiría al debilitamiento de las soluciones políticas, basadas en el compromiso y la negociación. Por lo mismo, se fortalecería la tendencia a las soluciones de fuerza, sea para imponer un modelo de revolución fundado en la ruptura del sistema político, sea para imponer un modelo de conservación fundado en la represión de todas las fuerzas que plantearan proyectos alternativos de sociedad.

Coherentemente, esto haría saltar al estrellato coyuntural a todos aquellos partidos, movimientos o individuos que creían agotadas las vías del consenso y llegada la hora de las acciones directas, de las definiciones absolutas y la represión integral. Extremistas de signos antagónicos que insurgían como los impugnadores o defensores más consecuentes de los sistemas que había que destruir o que era necesario purificar, dinamizando, con ello, una crisis casi total de la representación política.

Jugando con la guerra

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Naturalmente, este tipo de polarizaciones antisistémicas tenía que activar -aunque no fuera sino por reflejo profesional- las fuerzas de la fuerza institucional, monopolizadora legal de las armas y depositaria, en muchos países, de una tradición moderadora o arbitral. Imposible habría sido que, mientras sectores importantes de la sociedad civil comenzaban a evocar, invocar y conjugar distintos tipos de enfrentamiento armado, las Fuerzas Armadas permanecieran absortas en sus juegos de guerra, esperando cualquier tipo de solución en sus bases y cuarteles.

Las distintas secuencias nacionales demostrarían empíricamente que esta conjunción de negociadores obsoletos, de extremistas maduros y de militares activados no resultó funcional para la implantación de una sociedad nueva, en términos reformadores o revolucionarios. De hecho, ninguno de los teatros de operaciones de la región sirvió como escenario para levantar una nueva sociedad socialista o para consolidar aquellos cambios de estructura que algunos gobiernos desarrollistas venían impulsando.

Dicho de la manera más sencilla, la crisis de la representación política de la década de los sesenta tuvo una solución militarista y tecnoburocrática, en cuya virtud se interrumpieron los sistemas democráticos y se instauraron sistemas de tutela. La democracia simplemente formal era reemplazada por las democracias autoritarias. De esto se desprenden ciertas conclusiones que fueron hipótesis de traba o en la elaboración de un trabajo mayor:

- El auge de la violencia no comprometió a las grandes mayorías efectivas. Las masas populares o las mayorías silenciosas no demostraron, sino por excepción, una disposición a tomar las armas que alguien debería entregarles o dejarse arrebatar. Más bien fueron espectadoras de una guerra chiquita -como reconocieron algunos dirigentes de los tupamaros uruguayos- entre especialistas de la violencia revolucionaria y especialistas de la violencia institucional.

- El clima creado no afectó, de manera determinante, la cohesión institucional de las fuerzas militares y policiales. La regla general fue que los distintos cuerpos de oficiales resolvieran sus conflictos políticos internamente, para volver a desempeñar un papel decisivo en la conducción de sus respectivas sociedades.

- El personal político de los sectores mayoritarios demostró una abierta incompetencia para reconocer los datos de la realidad, contribuyendo a un absurdo debilitamiento homogéneo de las posibilidades de negociación y diálogo. La resignación ante las soluciones de fuerza fue más el resultado de la falta de habilidad de los políticos reformadores o revolucionarios (no rupturistas) que de la habilidad de los sectores antipolíticos y violentistas.

- La crisis integral de desarrollo no era el equivalente de una crisis revolucionaria continental, como plantearon muchos teóricos, especialmente marxistas. Sin prejuicio de que alguna situación nacional correspondiera, efectivamente, a una situación revolucionaria entendida según la categoría leninista, la homogénea derrota a nivel continental de los sectores revolucionarios niega, retroactivamente, aquella tesis.

- La crisis de representación fue favorecida por la renuencia de importantes fuerzas políticas a analizar los hechos de su realidad con plena autonomía conceptual. Era el inicio de la crisis de los modelos, que no sólo demostrarían su impotencia, sino también su intrínseca peligrosidad.

La transición como síntesis

El dramático incremento de los niveles regionales de armamentismo durante la década de los setenta, la activación de prácticamente todos los conflictos limítrofes y hasta la inminencia de guerras intrarregionales, demostraron que los estados de excepción no sólo afectaban internamente a los derechos humanos de la población, también contribuían, peligrosamente, a la inseguridad internacional.

Por eso, si algo ha quedado en claro a partir de esos difíciles años, es que no puede haber un verdadero desarrollo latinoamericano sin una estrategia democrática. La búsqueda del simple crecimiento económico, autonomizado del control democrático y de las preocupaciones de integración y desarrollo social, no sólo profundiza la brecha interna, sino que compromete la soberanía y la seguridad de los países hasta límites que puede ser dificil hacer retroceder.

Los militares, que fueron los actores políticos latinoamericanos casi monopólicos de los años setenta, tendrían que leer esta historia como un fracaso de la unidad nacional que -sostienen- les compete inducir.

Es natural, entonces, que miremos a estos años ochenta como la síntesis esperada entre la década revolucionarista de los sesenta y la década neomilitarista de los setenta. En su activo está el más compacto elenco de regímenes democráticos jamás surgido en la región. Con pocas democracias fuertes y con muchas democracias débiles, pero, en todo caso, con dirigentes que se esfuerzan porque la etapa de transición conduzca a democracias sin apellidos y sin tutelas.

José Rodríguez Elizondo es escritor y periodista chileno.

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