El sorteo
Los españoles jugamos a la Loto de los jueves con un entusiasmo tal que barajamos botes acumulados de miles de millones de pesetas. La razón de la acumulación es que, siendo cada vez más numerosos los que jugamos, todos juntos somos cada vez menos capaces de hacer que concuerden 49 miserables numeritos con nuestra sencilla media docena de predicciones. Todo un país dedicado a este noble deporte es derrotado semana a semana por un bombo. Al menos, un resto de dignidad nacional nos impide acudir colectivamente al reconocido método de los triduos y novenas; es evidente que el cielo no está con estos sistemas de enriquecimiento: en Nápoles, a pesar de las rogativas de parroquias enteras a san Genaro, hace seis años que no sale el 14. Y eso que los napolitanos, a Dios rogando y con el mazo dando, tras poner la vela al santo, acuden en masa a que pitonisas establecidas al efecto les interpreten semanalmente los sueños: un lagarto onírico es, sin lugar a dudas un 5, a menos que (como explica la adivinadora al cliente que viene a protestar por la falta de éxito) fuera de color encarnado, en cuyo caso era el 6 el que salió.No es ése el sorteo al que me refiero, sin embargo, sino el ejercicio a que se debería dedicar cualquier madrileño que, habiendo ganado la primitiva y enterado de su buena fortuna si TVE no está en huelga, quisiera contárselo por teléfono a sus familiares, mandar una carta de dimisión (a menos que, efectivamente, le hayan tocado los 1.000 millones, en cuyo caso se comprende que se vaya sin despedirse), tomar un autobús para ir al aeropuerto, subirse a un avión rumbo a París (si es que hay un DC-9 disponible) y festejar su repentina fortuna alquilando una suite en el Crillon. Es más probable que nuestro héroe, incapaz de sortear las dificultades madrileñas de teléfono, correo, autobuses y avión, acabe quedándose en casa a tomarse una botella de sidra. El Crillon es para gente normal.
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