El fin del comunismo
¿Es acaso una coincidencia que el sistema comunista se derrumbe simultáneamente en China, en la URSS y en varios países de Europa central? Sea cual fuere el poderío de la Unión Soviética, no fue Gorbachov quien desencadenó la transformación del régimen chino ni tampoco fue él, evidentemente, quien intervino en una Yugoslavia que había roto sus vínculos con Moscú antes de la caída de Stalin. En cuanto a Polonia, el renacimiento de Solidaridad y los asombrosos resultados de la reciente Mesa Redonda hubieran sido en efecto impensables sin la presencia de Gorbachov, pero más imposibles aún sin el gran movimiento democrático y social surgido en Polonia tras las huelgas de Ursus y de Radom en 1976 y culminado con las huelgas del verano de 1980, los acuerdos de Gdansk y de Jastrzebie y el fulgurante éxito de Solidaridad hasta finales de 1980.Existen numerosas razones de orden general que explican, en estos países, el fin de la sociedad comunista y, paralelamente, la desaparición de los partidos comunistas revolucionarios en Europa occidental, incluso en Italia, donde el PCI rompió con la línea leninista, lo que no hizo el Partido Comunista Francés, que por tal razón perdió las dos terceras partes de su influencia política. La más importante de estas razones es que ninguna concepción voluntarista puede dar lugar al nacimiento de una sociedad estable. La inspiración, de origen revolucionario, nacionalista o autoritario, se agota más pronto o más tarde, incluso si es mantenida por una burocracia todopoderosa relevada mediante una educación ideológica permanente y protegida por el cierre de las fronteras. La mayor sorpresa que hayamos podido llevamos estos últimos años fue ver que decenios de dominación totalitaria o autoritaria parecen haber transformado asombrosamente poco la verdadera vida social y cultural de los países que la padecieron. Le preguntaba yo en Varsovia a un dirigente de Solidaridad en la primavera de 1981: "¿Si hoy hubiera elecciones libres, cuál sería el resultado?". A lo que me respondió: "Más o menos el mismo que la última vez", haciendo referencia a las últimas elecciones anteriores a 1939. Era algo más que simple humor negro, pues con tales palabras este amigo me estaba diciendo que el verdadero país no había cambiado, que el régimen comunista -aceptado, sin embargo, favorablemente por muchos, él inclusive- se había deslizado sobre la conciencia nacional, sobre la herencia de Pilsudski y la influencia de la Iglesia, sobre las tradiciones intelectuales de Varsovia y de Cracovia, sobre la lengua polaca, su literatura y su teatro, y también sobre las relaciones entre padres e hijos y los hábitos alimentarios, igual que sobre el rechazo a la Unión Soviética y la conciencia de pertenecer a Occidente.
Una sociedad no se fabrica; se genera por sí misma. Y cuando el Estado tiene la presunción de creer que puede cambiarla, revolucionarla, inventarla, pronto se convierte en prisionero de ese orgullo y se agota a sí mismo en el esfuerzo de esta demencial imitación de los dioses. En lugar de considerarse como una parte de la sociedad, como un Gobierno, quiere ser un partido único, una Iglesia, una secta, y dedica más esfuerzos a lograr una pureza y una homogeneidad siempre imposibles que a cambiar la sociedad. Los largos coches negros que salen del Kremlin con las cortinas bajas, igual que los comercios, las escuelas y los hospitales reservados a la elite dirigente soviética, son los signos más visibles no del poderío de la nomenklatura, sino de su fracaso: vive como un ejército de ocupación. Los polacos lo dicen en términos simples y perfectos cuando oponen la sociedad al poder. La única fuerza de integración social que pueda crear una elite política es el nacionalismo, y Stalin, desde los años de la guerra, reemplazó la catequización ideológica por la movilización nacionalista. Lo que llevó a su sucesor, Breznev, a huir de la debilidad de su economía y de su sociedad lanzando un expansionismo militar que, a su vez, hizo más notoria la debilidad de una economía incapaz de llevar adelante durante mucho tiempo tamañas ambiciones y tales cargas.
Nuestro siglo ha estado dominado por los Estados voluntaristas, revolucionarios y nacionalistas, y Occidente, aparentemente paralizado por sus divisiones, su excesiva preocupación por realizaciones inmediatamente rentables, parecía incapaz de resistirse al empuje de esos Estados que le acusaban, no sin razón, de querer mantener su antiguo dominio colonial sobre el mundo. Ahora bien, Occidente hoy, por más desorganizado y débil que esté, parece más sólido que los imperios y los Estados en caída brutal, aplastados por su propio peso y por su incapacidad de administrar la economía, de favorecer la creación cultural y de asegurar la renovación de sus dirigentes políticos. En todo el mundo la juventud trata de adoptar el modo de vida occidental y los economistas del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) no tienen otra ambición que la de ingresar a sus países en el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATF).
Las colosales manifestaciones de Pekín, los resultados de las elecciones soviéticas, el renacimiento de Solidaridad y la formación de nuevos partidos en Hungría son pruebas contundentes de la caída del modelo comunista. En ciertos países, por ejemplo en Francia, los sovietólogos dieron muestras de una sorprendente reserva. Porque hacía ya mucho tiempo que habían construido un sistema de pensamiento basado en la inmovilidad del sistema comunista. Durante mucho tiempo vieron en Gorbachov a un ruso del sistema. A. Zinoviev, que produjo los análisis más inteligentes de la hipocresía de la burguesía soviética de Estado, llegó a declarar que Gorbachov era más peligroso para Occidente que Stalin. Es imposible no reconocer hoy que si los observadores se equivocaron no fue precisamente por exagerar la importancia de los cambios observados, sino por subestimarlos gravemente.
Dejemos para mañana el difícil problema de cómo debe responder Occidente a esos vuelcos y, en particular, de cómo debe modificar su política de defensa o, incluso, intervenir en la reconstrucción económica de una Europa oriental siniestrada. Hoy por hoy, lo esencial es medir la amplitud de las transformaciones que superan la perestroika y que apelan más que nunca a la prioridad de la glasnost antes que a una simple reconstrucción del sistema.
Nuestra principal preocupación debe ser que la ruina del sistema comunista desgraciadamente no conduce, de manera natural, hacia la democracia. Por el contrario, es de temer una fuerte regresión de esos países hacia el nacionalismo y hacia un populismo del que los países del Este europeo vienen dando tristes ejemplos desde finales del siglo XIX. ¿Acaso no provoca la locura de Ceaucescu el brote de nacionalismo magiar que vuelve así a encontrar, con el partido de los pequeños propietarios, su expresión tradicional? ¿Acaso no se ve en Polonia que los desconsiderados sindicatos oficiales apelan a un populismo de tripa vacía que dirige sus ataques contra Solidaridad? ¿Es la figura de Eltsin, en Moscú, la de un reformador o la de un populista que se siente seguro de que el nacionalismo ruso quedará limitado a la forma ultrarreaccionaria que le da Pamiat? El vacío político y social es tan grande, el fracaso de los regímenes comunistas es tan completo, que es más posible temer reacciones que reformas, retrocesos que saltos adelante. Eso es lo que origina la fuerza de Gorbachov, del que hace tiempo se pensaba que no lograría quebrar la resistencia de los conservadores y al que se le desea hoy que sepa impedir un derrumbe que no podría conducir más que a nuevas soluciones autoritarias. Sólo se necesita un instante para cortarle la cabeza a un hombre, mientras que hacen falta años para que crezca. De la misma manera, un Estado puede en un día apoderarse de una sociedad, pero necesita años para formar una nueva sociedad a la que son muchos los peligros que pueden impedirle llegar a la edad adulta.
Traducción: Jorge Onetti.
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