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Europa en 1992 y después

A medida que Europa se precipita hacia 1992, ese simbólico año considerado cada vez más como crítico para la Comunidad Europea, aunque también para muchos otros ajenos a ella, en Estados Unidos, Japón y en todas partes, Bruselas adquiere una nueva importancia. Inevitablemente, crece el interés por la Comunidad, y con él, una legítima preocupación sobre si tienen probabilidades de realizarse muchas de las más grandiosas expectativas de 1992, ahora celebradas por los medios de comunicación.Puede parecer que Roy Jenkins, al publicar sus diarios de los años en que desempeñó el puesto de presidente de la Comunidad Europea, de 1977 a 1981, busca sacar provecho -en realidad, obtener beneficios, comercialmente hablando- de este nuevo o renovado interés por la política intraeuropea. Una lectura superficial del libro de Jenkins, European diary, 1977-1981, puede persuadir al lector de que no se ha pretendido ningún serio propósito de ese tipo. Leído así, el libro parece ser poco más que una narración de perpetuas ¡das y venidas, de cruzar y entrecruzar el continente, el canal, el Atlántico, el Pacífico, con relatos interminables de abundantes comidas y cenas, atendido por la realeza, los dignatarios visitantes y los más altos funcionarios públicos, siguiendo un ritual social que parece estar regido con mayor frecuencia por una preocupación por el protocolo que por cualquier otra cosa que pueda ser denominada política.

Leyendo esos diarios, recordando que cuentan un cuento de una época que escasamente ha cumplido una década, uno se ve tentado a recordar la frase cumbres económicas exclusivas, permitiéndosele incluso dirigirse a la Prensa en compañía de los presidentes y primeros ministros al finalizar esos encuentros, esto por sí mismo no origina una verdadera igualdad. Roy Jenkins, como cualquier otro político ambicioso, se preguntaba continuamente si había acertado al abandonar Westminster por Bruselas; si, con total independencia de la espina escondida bajo el nombre de Giscard, había dado un paso político atinado.

La Comunidad, incluso con su actual número ampliado de miembros, tiene sólo tres poderes reales -Alemania, Francia y el Reino Unido- Aunque Jenkins puede decir que Suárez y Oreja fueron "una pareja muy impresionante, probablemente el mejor par que cualquier país europeo pudiera producir", nunca imaginó que esto se tradujera en una influencia española enBruselas equivalente a la capítaneada por los tres grandes, por muy ineptos, fanáticos o miopes que cualquiera de sus equipos o todos ellos pudieran ser.

El presidente de la Comunidad podía imaginar que le era posible ejercer algún tipo de influencia sobre un Schmidt o un Callaghan -y ocasionalmente la ejerció-, pero conocía muy concretamente los límites de su poder, y no sólo cuando era requerido para tratar con un Giscard o una Thatcher. Cualquiera de estas primeras figuras, por razones puramente internas o a causa de prejuicios o de ceguera, podía frustrarle, pagando poco precio, si es que pagaban alguno, por su inflexibilidad. El presidente de la Comunidad tuvo que aprender a convivir con ese estado de cosas.

Ello contribuyó indudablemente al excelente consejo que Luc de Nanteuil dio a Jenkins; recomendó al presidente que . no se atascara demasiado en los detalles y que fuera una figura tan polémica com- o le fuese posible". Como representante permanente de Francia en la Comunidad, De Nanteuil instruía a Jenkins sobre cómo "jugar las cartas de presidente de la Comisión". Aunque probablemente aquél desconocía la metáfora de los predicadores peleones de Theodore Roosevelt, éste era, en efecto, el consejo que Jenkins recibía de su colega francés. De hecho, dadas sus dotes, oratorias y sociales; dadas las numerosas ocasiones que se le presentaban cuando podía discutir y hablar ante grandes y distinguidas audiencias, la presidencia era un puesto admirablemente apropiado para alguien como Jenkins. Sin embargo, ¿para qué servía llegar a ser polémico, hablando, tocando la campanilla? ¿Qué podía realmente lograr una política de este tipo, dada la realidad de dónde verdaderamente se encontraba el poder?

Esto, más que cualquier otra cosa, hace de este Europeari diary un documento de algúr modo interesante. Pese a todc lo que ha sucedido desde la firma original del Tratado de Roma, lo que ha pasado desdt la expansión de la Comunidá hasta su actual número d( miembros, ésta sigue siendo una federación muy laxa, con el verdadero locus de poder todavía mantenido en unas poquísimas capitales europeas, ninguna de las cuales lleva el nombre de Bruselas. Las tareas del presidente, organizativas, políticas y diplomáticas, garantizan que sea un itinerante, recorriendo sus amplios dominios europeos, intentando persuadir, pero rehén, en última instancia, de los accidentes políticos inherentes a las condiciones que prevalecen en las capitales de los Estados miembros individuales. Llegará a conocerlos a todos, a ser invitado a los palacios, presidenciales y reales; a estar continuamente volando, a menudo en condiciones de viaje verdaderamente desagradables, pero nunca podrá decir no con algo parecido a la autoridad que es inherente a aquellos que pueden pretender representar a un pueblo, a una nación. Así, aunque le es posible correr de un lado para otro, utilizando su influencia para todo lo que razonablemente pueda esperar conseguir, reduciendo año a año el capital intelectual con el que inició su mandato, el presidente es, en el mejor de los casos, un político en lista de espera, contando con que quizá sea llamado a su país para ocupar un puesto de mayor responsabilidad.

El puesto de presidente no es un puesto envidiable, por mucho que su estatus simbólico pueda cambiar o mejorar. En realidad, si 1992 no contempla de hecho una realización de lo que ahora generalmente se espera, no se deberá a que las personas que están en la Comunidad hayan fracasado en Bruselas, sino a que los políticos de Bonn, París o Londres, respondiendo a sus propios públicos, a menudo a lo que perciben que son sus propias obligaciones nacionales -en realidad, sus oportunidades-, simple o automáticamente no oyen la llamada europea de Bruselas. Es más seguro frustrar a la mayoría en la Comunidad que perder unas elecciones en casa; realmente, puede incluso parecerles que existen determinadas ventajas en parecer mantenerse en alto, permaneciendo aparte, aparentando ser independiente, afirmando solemnemente todo el tiempo su fidelidad a Europa.

Stephen R. Graubard es director de la revista Daedalus y catedrático de Historia en la universidad de Brown. Traducción: M. C. Ruiz de Elvira

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