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Soledad del poder

Hace unos cuantos días la televisión francesa emitió un programa, variado y ameno, acerca del tema de la soledad, y en él participó, discurriendo ampliamente sobre "Ia soledad del poder", el antiguo presidente de la República, Giscard d'Estaing; discurrió ampliamante -digo- y, desde luego, muy en político; también, y cómo no, con mucha inteligencia. Pero no voy a referirme aquí en particular a lo que ese hombre público quiso decir de su propia experiencia, sino más bien a volver por mi cuenta sobre el tema mismo, cuando tanto parece preocupar hoy el poder, su soledad, su erótica, y eso ahora precisamente en que el poder establecido y legal se muestra más inerme que nunca frente al ataque de diversas fuerzas sociales, y menos respeto concita alrededor suyo. Empezaré advirtiendo que, según yo lo entiendo, el poder oficial no es de naturaleza distinta al poder que de hecho ejercen esas otras fuerzas sociales más o menos reconocidas que tal vez lo atacan, ni siquiera al poder que se manifiesta de manera cotidiana en el terreno de las relaciones privadas, el que todos ejercemos al imponernos, aun cuando sea sin deliberación ni conciencia de ello, sobre nuestro prójimo. Y ya en el campo específico del poder político, tampoco pueden observarse diferencias cualitativas según éste se despliegue en una esfera amplia y hasta suprema o bien en el ámbito reducido de instituciones locales. En cualquiera de los múltiples planos pueden registrarse los más admirables ejemplos, tanto como, por contraste, conductas vituperables o de clamorosa ineptitud. Nos asombramos en ocasiones de ver a torpes mamarrachos encaramados a la cumbre del poder mundial, pero si acaso nos resistiéramos a creer lo evidente, no tenemos sino repasar en Suetonio la Vida de los doce Césares, o leer aquello que Tácito no se callaba, para darnos cuenta de que a tales desventuras de nuestros días no les faltan antecedentes condignos.En efecto, el poder es, ya desde el nivel elemental de la naturaleza animal, manifestación inevitable de toda convivencia en sociedad; resultado y cifra de lo que Darwin acuñó en el siglo pasado bajo la fórmula de struggle for life; de lo que desde Aristóteles era entendido como impulso a prevalecer en la competencia por el alimento y el sexo, traducido por el socarrón Arcipreste de Hita a los términos vulgares de "mantenencia e fembra placentera". En las sociedades humanas ese impulso natural se encuentra encauzado de diversas maneras y conduce a estructuras más o menos complejas, cuyas posiciones superiores destacan y

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ponen muy en viso a ciertos individuos dotados de un poder eminente que los hará objeto de universal escrutinio, de veneración, de envidia, de resentimiento, de muy contradictorias emociones: los titulares -o, en su caso, los detentadores- del poder público son, por antonomasia, los poderosos. Cuando se habla de la erótica del poder, suele ser sobre todo con referencia a ellos; y también, cuando se habla de la soledad del poder. Quizá una y otra cosa -erótica y soledad- operen ahí de consuno, y por las mismas causas; quizá el poder ejerza una atracción fascinante produciendo al mismo tiempo una particular repulsión que enajena y aísla a quien lo incorpora.

Conviene advertirlo: decir erotismo no implica siempre aludir al amor, que significa compasión y entrega, sino más bien a los deseos de posesión, unos deseos que pueden ser vehementes y hasta llegar al extremo de frenéticos. La pasión erótica orientada hacia el poder arrastra a quien aspira a alcanzarlo, siempre en procura de un poder mayor, e igualmente a quienes, seducido por su prestigio, vean en el poderoso un objeto adorable. Es la dualidad complementaria -quizá alternativa- del juego erótico en relaciones que nada tienen que ver con la sexualidad, al menos a primera vista y de modo directo.

En cuanto a la soledad del poderoso, no creo que resulte difícil entenderla. Basta con aplicar a su caso, rnagnificándolos, los conocidos mecanismos psicológicos y sociológicos que se descubren, no en la lectura de ningunos textos, sino mediante la mera observación atenta de la realidad en que consiste esa ciencia común y sin profesores llamada Mundología. En definitiva, esa soledad es fruto del consabido desengaño del mundo, un desengaño que suele sobrevenir a manera de escarmiento tras de las experiencias amargas, pero que los más avisados previenen con sólo haber evitado antes caer en falsas e ilusorias expectativas respecto de la conducta ajena. La filosofia vulgar está llena de advertencias, casi siempre inútiles, acerca de lo que le aguarda al poderoso cuando la rueda de la Fortuna lo ha derribado de su peana (y no hay que insistir en la relatividad de las posiciones de poder, pues en cualquier plano social, eminente o mínimo, público o privado, en cualquier magnitud, ocurre exactamente igual).

Así, pues, la soledad de aquel poderoso que ya ha dejado de serlo es fenómeno corriente, cotidiano y demasiado conocido para que a nadie extrañe, compensado en casos de buena suerte por el amor compasivo que acude a suplir la cruel aunque esperable defección del mundo, según el prototipo de la Cordelia shakespeanana. Lo interesante sería más bien el fenómeno de la soledad que aflige al poderoso cuando aún no ha sido apeado de su posición y, por tanto, se encuentra rodeado todavía por la multitud de quienes, bajo la seducción de la erótica del poder, lo ensalzan, adulan, traban y entorpecen, empeñados en participar de ese poder con cuya aura pretenden adornarse también ellos, y arropados en cuyo manto procuran a su vez medrar. Esa corte celosa crea en torno suyo una especie de capa aislante que, separándolo en su ansioso asedio, amenaza hacerle perder contacto con la realidad exterior. Tanto más, cuanto que, según al comienzo quedó insinuado, el poder ejerce, a la vez que irresistible y fascinada atracción sobre la inmensa mayoría de las gentes, una curiosa especie de aprensiva repulsión en algunas personas que, acaso porque la erótica del poder no las afecta ni alcanza a moverlas, o por un excesivo sentimiento de la propia dignidad y orgullo, de pudor o de un irónico decoro, prefieren guardar las distancias. Y es claro que, cautivo dentro de la asfixiante campana neumática a que lo somete el poder de que está investido, el poderoso -y cuanto más poderoso, más- está condenado a una soledad áurea de la que, en el mejor de los casos, intentará librarse con desesperadas y difilcilmente ex¡tosas salidas al exterior. De ello -como de todo lo que es esencial y permanente en la condición humana- abundan los ejemplos en la literatura y el folclor universal.

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