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¡22 años de Italia!

Hay un extraordinario pasaje en el capítulo 114 de la Historia de las Indias, del padre Bartolomé de las Casas, al narrar los preparativos de la expedición de 1519 de Cuba a México. El fiero dominico se detiene en la, para él, desafortunada decisión del gobernador de la isla, Diego Velázquez, de nombrar a Hernán Cortés por capitán de la pequeña armada. Y el padre Las Casas se complace en relatar que él había advertido repetidamente a Velázquez del peligro que representaba para el gobernador la visible y estrecha amistad de Cortés con el contador real, un castellano llamado Amador de Lares. Las Casas cita con orgullo y amargura los términos de su desoída advertencia a Velázquez: "¡Señor, guardaos de 22 años de Italia!". Raras veces se topa el historiador con un texto que tan gráficamente ofrezca la clave de un mundo pretérito: en este caso, el de la "empresa de Indias", ¡qué prodigio! Amador de Lares había sido, durante los años que menciona Las Casas, "maestresala" (administrador), en Italia, del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba. No sería así arbitrario conjeturar (siguiendo a Las Casas) que el experimentado Amador de Lares daría a Cortés "lecciones" de las nuevas artes políticas aprendidas en el país y los tiempos de Maquiavelo. El maravilloso cuadro pintado por Las Casas -largas conversaciones de Cortés y Lares mientras la escuadra se apresta a partir hacia Yucatán- dejando de lado, ¡por supuesto!, su veracidad, apunta al rasgo histórico central de la expansión española por tierras ultramarinas desde 1492: que fue una vasta empresa renacentista europea y no sólo una prolongación castellana de la reconquista de España. O puesto en otras palabras: fue una España italianizada la que pudo "inventar" (como diría mi maestro Edmundo O'Gorman, el gran historiador mexicano) a América. Ya oigo las increpaciones de mis amigos españoles en Estados Unidos, las que corresponden a su indignación anual, el 12 de octubre , el de la celebración oficial norteamericana llamada "Día de Colón", la efeméride italiana por antonomasia. Es de sobra conocido que la transformación del 12 de octubre en una magna festividad nacional fue uno de los magistrales golpes de mano ejecutados por el maquiavélico presidente Franklin D. Roosevelt, para congraciarse con una porción considerable del electorado de su país, en este caso, la representada por los llamados "italoamericanos". De ahí que ahora los "hispánicos" (crecientemente conscientes de su potencia electoral) celebren independientemente el día colombino, a modo de respuesta a la que ellos estiman "usurpación" italoamericana. Y puede predecirse el año, no muy lejano ya, en que los dos grandes partidos políticos de Estados Unido complazcan a los hispánicos reciclando el "Día de Colón" par acentuar su raíz histórica española. Lo que sería lamentable si no se aprovechase la ocasión para dar a la conmemoración colombina un carácter binacional e incluso plurinacional. Porque es hora ya, para la España que prepara las muy variadas celebraciones de 1992, de reconocer que en la empresa colombina participaron, directa e indirectamente, hombres e instrumentos procedentes sobre todo del Renacimiento italiano. Podría incluso, decirse que del mismo modo que los poeta castellanos (y de lengua catalana) se esforzaban deliberadamente por escribir al itálico modo, los navegantes descubridores se apoyaban en una cultura con "22 años de Italia". ¿Y por qué se resistiría España a admitirlo, en esta hora de su historia que cuestiona las mitologías nacionalistas de más de dos siglos de engaños colectivos? Resultará, con seguridad, una especie de herejía antipatriótica para muchos españoles e hispanoamericanos el proponer que España invite a las instituciones italianas apropiadas a participar en una celebración conjunta del "mayor suceso que vieron los siglos (después del nacimiento de Cristo)", como lo calificó Gómara, el cronista de Cortés.

Se trataría sobre todo de acentuar las festividades, españolas del V Centenario en relación con el enlace de la "empresa de Indias" y el Renacimiento transpirenaico. Convendría así realzar la apertura de la España de los Reyes Católicos a la renovación intelectual de la Iglesia católica en lugares como el Colegio Dominico de París, donde estudió Francisco de Victoria y donde quiso estudiar (sin conseguirlo) Bartolomé de las Casas. Justamente la misma obra de denuncia realizada por Las Casas -que tanto honra históricamente a la España de su tiempo- no hubiera sido posible sin su conocimiento del que él llama "el gran Cayetano": el italiano Tommasso de Vio (1468-1534, general de los dominicos y cardenal), que, para citar a Las Casas, "dio luz a toda la ceguedad que hasta entonces se tenía", en cuanto a la amplitud geográfica de la Iglesia católica. Para Cayetano, la única religión capaz de recibir en su seno a todos los pueblos de la Tierra era la cristiana, mas también era la única que necesitaba acoger a toda la humanidad para ser plenamente ella misma. Y, sobre todo, la luz que Cayetano representaba para Las Casas era su concepto de la unidad de la Iglesia, conseguida no por el uso de la violencia (o cualquier género de coacción), sino por la conjunción armoniosa de sus componentes, autónomos y diversos. En suma, la España de Las Casas no era un país tardíamente medieval, sino todo lo contrario: una cultura crecientemente europeizada y a la vez europeizadora. ¿Cómo se explicaría, de otro modo, el carácter de espiritualidad renacentista de tantos evangelizadores en tierras de ultramar? Porque, por ejemplo, el legendario sermón del dominico Antonio Montesinos, en 1511, en Santo Domingo, acusando a los encomenderos españoles de ser dueños ¡legales de personas y tierras de la isla, fue la manifestación más resonante de la Iglesia española europeizada, la que comulgaba con Las Casas cuando éste casi vociferaba: " conquista, vocablo mahomético, abusivo e infernal".

Adelantemos ahora la cronología en dos siglos y medio, para situarnos en una de las maravillas de la América hispana, Cartagena de Indias, en la otrora Nueva Granada, hoy Colombia. Cuando la visité por vez primera, el antiguo alumno que me mostraba las imponentes fortificaciones reservó para el final del recorrido una significativa sorpresa: la de la lápida conmemorativa de los edificadores de aquel prodigio, ingenieros y arquitectos italianos. Se confirmaba así la importancia del componente italiano en la España del Siglo de las Luces, y, en particular, del reinado de Carlos III: después de todo, aquel admirable monarca había tenido también "22 años de Italia". Aunque los suyos correspondían a una Italia muy distante de Maquiavelo, la de los economistas políticos y los juristas amigos del hombre, movidos todos por el afán de hacer adelantar a la civilización en su país y en los demás. En la América de lengua española es harto visible el legado de los reformadores carolinos, y muchos latinoamericanos se sienten orgullosos de ser los herederos de aquel otro Siglo de Oro hispánico, no tanto en las letras como en las edificaciones civiles y las actividades intelectuales de muy diverso orden. Todo ello aconsejaría también en este caso que España diera en el V Centenario un lugar especial a la contribución de la Europa latina en el comienzo y desarrollo de un mundo verdaderamente nuevo, épica gesta de la cual no puede sino enorgullecerse. La América Latina vería también así reconocida por España una designación más amplia que la de Iberoamérica.

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