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EL suicidio

Joaquín Estefanía

Cuando era vicepresidente del Gobierno Fernando Abril Martorell, le oí en varias ocasiones hacer la misma reflexión: este país necesita suicidarse de cuando en cuando para ser él mismo. Aquel comentario surgió en momentos de extrema dureza: o cuando la patronal y los sindicatos ponían dificultades para llegar a la concertación social, o cuando las fuerzas centrífugas para dinamitar la Unión de Centro Democrático (LJCD) se hacían insoportables.La teoría del suicidio quizá no sirva para iniciar un análisis ortodoxo de lo que en estos días está sucediendo, en los que España tiene su particular escándalo Recruit (hasta ahora, sólo en su primera fase, en la de los sobornos; no en la segunda, la de las dimisiones políticas y los juzgados). Pero sí para aproximarse a los intereses de quienes, aprovechando las irregularidades de un grupo concreto de políticos, pretenden tornar la parte por el todo y deshonrar el conjunto del sistema de la democracia española.

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El mensaje reaccionario de que todos los políticos son iguales cala en una parte de la ciudadanía, que, llevando el discurso al límite, se desentiende de la vida pública (la abstención prevista en las próximas elecciones al Parlamento Europeo es muy grande, como Indica, por emjemplo, el sondeo que hoy se publica en este mismo periódico) y se desideologiza, hasta el punto de añorar el pasado.

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El desprestigio de la clase política no sólo está basado en sus defectos y en las diferencias entre lo que prometió y la realidad en la que viven los españoles, sino también en la acción constante de los que se sirven de la confusión e intentan conseguir un totum revolutum que abarque a lo público en bloque. Existen dos categorías de descrédito distintas por su naturaleza y que, por consiguiente, merecen dos tipos de respuesta. La primera de ellas proviene de la actuación política, legítima aunque objetable, respecto a la cual cada ciudadano tiene derecho a manifestarse en las urnas para premiarla o castigarla severamente; la segunda contiene una turbación fundamental del sistema político, y su resolución pasa -además de por el voto- por los tribunales.

El ejemplo más característico de esta situación se da en la Asamblea de la Comunidad de Madrid. Es verosímil que Joaquín Leguina, su presidente, haya cometido un error político cardinal al pactar con un diputado (el señor Piñeiro) de un extraño partido regionalista, absolutamente ajeno hasta ahora al gobierno, la cultura y la práctica política de los socialistas madrileños. Piñeiro fue elegido con los votos de la antigua Alianza Popular y luego cambió de partido, violentando con su apoyo al PSOE la opinión de sus electores y añadiendo una cruz al transfuguismo indeseable. Probablemente con este pacto Leguina se mantenga de momento al frente de su Ejecutivo (aunque reo de los humores de Piñeiro), pero también es seguro que sus votantes -los de Leguina y los de Piñeiro- lo tendrán en cuenta en las próximas elecciones autonómicas. Se puede discutir ad infinitum la bondad política de una operación destinada a mantenerse en el poder por encima de las circunstancias, pero nadie duda que esté dentro de la ley.

Por el contrario, los dos intentos de venalidad presuntamente cometidos -y denunciados públicamente- por el empresario Gustavo Durán para convencer a un diputado de Izquierda Unida (IU) y a otro personaje del fantasmagórico Partido Regionalista Independiente Madrileño (PRIM) requieren la intervención de los tribunales hasta sus últimas consecuencias y la investigación de los partidos políticos afectados (fándarnentalmente el Partido Popular, al que Durán le atribuye el encargo de sobornar) para la depuración de las responsabilidades ilegítimas adquiridas. Es decir, no se trata tan sólo de un asunto de escrúpulos y de ética, sino también de una cuestión esencial para la justicia, si ésta quiere congraciarse con la sociedad española. Procede deslindar la distinción entre el transfuguismo, el cambalache y la maquinación venal.

En cualquier análisis conviene separar las voces.de los ecos. Después de la aparición pública de estos dos casos de captación monetaria de los votos, sorprenden varias cosas; por ejemplo, el silencio clamoroso de algunas de las empresas y personas que, presuntamente, estaban detrás de Gustavo Durán y que quedan marcadas por la duda; por ejemplo, la aparición generalizada de denuncias de otros sobornos (Galicia, Cantabria, Andalucía) embalsados durante meses en el silencio y que sirven ahora para aumentar el caos, ya que, en varios de ellos, las víctimas y los corruptores no son las mismas formaciones que en Madrid. Es cuando menos curiosa la presentación del soborno como moda social de nuestros políticos en el momento del inicio de una campaña electoral, desplazando del primer punto de atención las luchas financieras de los últimos meses. Sorpresa y curiosidad que se tornan en sospecha cuando se conoce que han intervenido en el desarrollo de la cuestión algunos de los más hábiles gabinetes de imagen y despachos de influencias.

Frente a esta situación degradante que evidentemente afecta más a quienes gobiernan -sobre todo porque llegaron al poder bajo el lema de los cien años de honradez-, los socialistas se han hallado solos; no han encontrado instituciones ni colectivos amigos que defiendan públicamente sus actitudes y enarbolen la bandera de la ética, lanzando el mensaje de que no todos son iguales y que las prácticas políticas, al margen de su eficacia, tienen basamentos ideológicos contrarios. El dolor y la estupefacción que manifiestan quienes ahora se sienten aislados e incomprendidos es el de quienes se han desprendido poco a poco de su base social natural, haciendo gala de despotismo ilustrado. Es sintomático que en el cenit de esta confusión de confusiones, cuando la izquierda está a punto de perder la paradigmática alcaldía de la capital y peligra el Gobierno de la Comunidad de Madrid, los sindicatos adopten una posición contemplativa, sin que se sientan concernidos ni concedan apoyos unilaterales de ningún tipo.

Surge de nuevo la teoría del suicidio, que de forma premonitoria advirtió hace escasos meses Joaquín Leguina cuando dijo que no comprendía "por qué el PSOE y UGT han ido al suicidio estúpido". Comienzan a palparse algunas de las consecuencias profundas del divorcio Gobierno-centrales sindicales para el proyecto socialdemócrata, más allá del desacuerdo coyuntural.

Para evitar el desencanto, antesala del suicidio político, urge acabar con la ética de la basura y de los insultos personales. Para limitar el creciente deterioro de la vida política no cabe la resignación; se cuenta con el único sistema en el que es posible lograrlo: el Estado de derecho y de la participación de los ciudadanos. La luz y los taquígrafos son la mejor defensa contra los partidarios del cuanto peor, mejor. Hay fariseos que arremeten contra la podredumbre no para moralizar a unos cuantos, sino para llenar de mierda al resto. No es verdad que todo, ni la mayor parte, sea corrupción; hay muchos políticos honestos en la derecha y en la izquierda. Salir de la confusión significa reivindicar, una vez más, aquella hermosa frase de Victoria Camps: "La ética es una lágrima de la necesidad". Nunca se va más lejos que cuando no se sabe hacia dónde se camina.

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