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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Morir en el ascensor

EL CIUDADANO español tiene la comprensible sensación de vivir en una chatarrería y se ha habituado ya al desperfecto. No hay una cultura del consumidor que le haga exigente ante los frecuentes desastres cotidianos, que a veces pueden virar en tragedia. No hay, salvo algunas contadas excepciones, un asociacionismo riguroso y eficaz, representativo y apoyado en sólidas realidades sociales. Y cuando las Administraciones, con intencion es un tanto cosméticas, quieren fomentar su organización, entonces surgen chiringuitos más dedicados al lucimiento personal que a la lucha contra el fraude.Pero esta débil cultura sobre los derechos del consumidor y la simbólica intervención administrativa tienen a veces el coste trágico de vidas humanas. En el plazo de seis días, la caída de un ascensor en el hospital de Bellvitge y de un montacargas en una construcción de La Coruña han causado nueve muertos, y en ambos casos se ha producido un doble fallo: el origen de la avería y el de los resortes automáticos de frenado, que en teoría están para paliar aquella primera incidencia. Ahora sí, las autoridades reaccionan y se buscan los culpables. Pero la vida humana es un precio excesivo para conseguir esta tutela de la Administración sobre el usuario.

Sobre el drama personal de los familiares y amigos de las víctimas asistimos a la elaboración de discursos exculpatorios. Así, la empresa encargada del mantenimiento de los ascensores del hospital barcelonés lo atribuye a una fatalidad impensable e indetectable, cuando en estos aparatos en los que se juega con vidas humanas todo debe ser visible y detectable a los ojos de mantenedores e inspectores. A raíz de estas dos noticias ha salido a la luz pública un pequeño historial de fallos que, al no tener resultado de muerte, habían quedado ocultos en esta rutina española de las chapuzas. La tragedia de Bellvitge ha desenterrado una estadística de pequeñas catástrofes técnicas en los ascensores españoles, y deberemos a estas muertes una atención especial, ahora casi fetichista, en la futura conservación de elevadores. En el caso del hospital, la gerencia y la Administración autonómica han abierto un debate legalista sobre el incumplimiento o no de los plazos de inspección oficial obligatoria cuyo resultado puede tener importantes consecuencias para fijar la responsabilidad civil, pero que al ciudadano le suena a un hipócrita bizantinismo que sólo aspira a eludir las consecuencias de la tragedia.

Sería deseable que la responsabilidad de todos, de empresas privadas y de Administración, no se accionara solamente a posteriori, que no hubiera necesidad del precio humano para corregir y evitar unos desastres que tienen su origen en la acomodación rentable a lo que no está nunca del todo bien hecho, a la imperfección de unos cacharros. Se ha necesitado un goteo escandaloso de accidentes de carretera para que se vigilara el horario de conducción en los transportes públicos. En el ámbito de la sanidad y la alimentación, las intervenciones preventivas son escasas a pesar de una recurrente casuística de temeridad (talidomida), fraude (productos lácteos) o dejadez (salmonellosis). Hace unos meses, una fábrica de automóviles anunció el cambio gratuito de una pieza en una determinada serie de sus coches. Esta actitud responsable e insólita, al margen de la honestidad que supone, tiene también sus réditos positivos para la marca que demuestra velar por la seguridad de sus clientes.

La calidad de vida no supone únicamente rodear al ciudadano de cachivaches supuestamente prácticos o de variopintos comestibles, más atentos al paladar que a los rigores sanitarios de la dietética; también ha de ir acompañada de una estricta vigilancia y exigencia sobre el riesgo que pueden acarrear. Lamentablemente, estas reflexiones ya son inútiles para las víctimas de la enorme frivolidad que rodea en concreto la homologación, control e inspección de los ascensores.

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