El reloj
De algún viaje remoto guardo sólo la imagen del reloj de la estación. Un reloj con dos agujas frías que hacían de la espera una aventura mayor que la de un viaje. Ese tiempo ansioso de aquellos andenes era más libre y más nuestro que el -tiempo del recorrido, previsible o azaroso, muchas veces monótono. Tal vez los toreros sientan antes de las corridas la misma expectación. A fin de cuentas, un ruedo es un reloj, y las astas del toro, las agujas que emplazan el rigor oscuro de lo incierto. Estos relojes, útiles sólo en la espera, son los únicos que marcan las vicisitudes del héroe: el miedo y los sueños, la premonición y las quimeras, la ley del deber y la tentación de la huida. ¿Para qué sirve el reloj de la plaza una vez iniciada la corrida? Acabada la expectación y la libertad que le preceden, sólo cuentan los sucesos: unos oficiantes y acólitos con su ceremonial, capotazos y estocadas, el arte o birlibirloque, en fin, los reflejos o las simulaciones para solventar el riesgo con la canónica compostura y cadencia.Sólo en campanarios y plazas de toros quedan esos altos relojes de manecillas aceradas, los que miden el tiempo circular, ponen plazo a la presencia del destino, dan al tiempo uña imagen espacial y relativa. Son relojes como ruletas, con manecillas que son rejones; relojes que añaden zozobra o melancolía a las palabras antes y después, aún y todavía. Son relojes que pueden marcar la plenitud o la larvada tragedia: "Todo completo: las doce en el reloj", así cantaba Jorge Guillén la perfección del mediodía. Pero al declinar la tarde, a las cinco en punto de la tarde, la muerte pone huevos en la herida, según el romance agónico de Lorca.
Ya quedan pocos relojes que marquen el tiempo como siempre. Estos otros relojes digitales y callejeros han sustituido los adverbios temporales por números, la duración por el destello fugaz. Carecen de manecillas, y con ellos el tiempo deja de ser una dimensión para precisar una exactitud sin pasado ni futuro, un pulso, un latido sin historia. Sin embargo, los espectáculos que sólo tiene excusa en el rito, sólo admiten la antigua dimensión. La miden los relojes que, aunque estuvieran averiados, seguirían pareciendo útiles. A veces los relojes de las estaciones padecían los achaques de la desidia y las heridas del tiempo, por eso dos tiras de esparadrapo sujetaban su entraña gris. Pero aún así eran relojes que parecían medir la espera y la inquietud, la aventura que es posible imaginar en un viaje. Tal vez el burladero sea como un andén, y el toro, una locomotora o un túnel con cuernos, algo más que "un bicho de carbón con cuerpo de botijo grande", como decía la Coronada de Francisco Nieva.
Antes del espectáculo el reloj de la plaza sirve, quizá, para rememorar como un sol pagano la necesaria puntualidad del mito. Antes de ese instante, el tiempo es una duración -no sé si bergsoniana- y, por tanto, tiene más de sagrado que de mecánico. Pero desde que suena el primer clarinazo el mito es ceremonia o espectáculo, y su supuesta belleza y su cierta crueldad dividen los sentimientos entre el gozo y la repulsión. Antes del paseíllo el tiempo es enigmático, pero luego es discutible, puntiagudo y lineal. Lo que fueron manecillas de la expectación son estoques y verduguillos cuyo movimiento sangriento debe ser tan preciso como el de los relojes digitales. El tiempo del mito, para el que la antropología encuentra lejanas explicaciones, se ha hecho espectáculo y, por tanto, tiene la medida formularia de un ritual. Desacreditado el tiempo alto de los relojes redondos, queda, ese minuteo obligatorio de templar, mandar y parar el tiempo a ras de suelo. Yo no encuentro otra explicación a lo que llaman arte del toreo que esa simulación: engañar al reloj que marca la incertidumbre para picarlo en lo alto de sus agujas, apuntillarlo y despiezarlo en el desolladero.
Babelia
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