Homenaje sin emoción a Peter Brook
El director teatral británico recibe en Taormina el Premio Europa
Los actos en torno a la concesión del Premio Europa al director de teatro británico Peter Brook, que anteayer recibió en Taormina (Sicilia) el galardón, convocado por la Comunidad Europea, han transcurrido dentro de un clima de absoluto consenso, sin emotivas y sorprendentes declaraciones con retardado efecto político.
Aquí todo ha sido cariñosos aplausos, dentro de una académica corrección germano-británica, con el inevitable protagonismo de los franceses (Brook y su teatro se hallan vinculados desde hace años a París y sus ibravol, fueron coreados instintivamente por los italianos). A decir verdad, los españoles representamos el papel de parientes pobres: el Abc y EL PAÍS son los dos únicos periódicos españoles que han cubierto el acto, amén de la presencia de Pepe Monelón, que ha sido invitado a título de consultor de una comisión de la Comunidad sobre temas relacionados con el teatro. Pese a la presidencia española de la Comuñidad, el idioma español ha sido ignorado en el programa de actos y la presencia de Lluís Pasqual, que era esperado anteayer, se vio anulada a última hora por motivos personales.En cuanto al debate entre Brook y Grotowski, anunciado como el plato fuerte de la jornada de apertura de los actos, se redujo a un interminable monólogo, compartido por ambos, en el que un puntilloso Grotowski, aferrado a su imagen de místico inquisitorial, volvió a repetir, hasta la saciedad, sus cuatro verdades (verdades al fin y al cabo) en torno al cuerpo-voz-energía del actor, un actor altamente cualificado (como suelen ser sus alumnos del Centro per la Sperimentazione e la Ricerca Teatrale de Pontedera, Toscana, que_funciona, desde 1986, conjuntamente con la universidad de California), y donde Brook, un Brook rosado, vestido con un pullover azul celeste, tal que un Puck sexagenario iluminado con una enigmática sonrisa asiática, de buda constrictor, fue desgranando un largo rosario de pleglarias humanísticas en las que el teatro, un teatro muchas veces "extraño", imposible, de una extrema dificultad, permanece como faro de una sociedad multimediática, informatizada hasta los dientes, donde la verdad -la verdad del actor-, y el significado, a veces equívoco, afortunadamente equívoco, que las palabras tienen, deberían tener en el teatro, son, a la vez, defensa y vehículo de la relación y la comprensión entre los pueblos del mundo.
Larry Durrell
Semejantes palabras, envueltas en ese curioso bastardo arquitectónico que es el barroco siciliano -una arquitectura muy brookiana-, cerca del impresionante teatro griego, le da a uno la impresión de tener que encontrarse con el fantasma de Goethe, siciliano de corazón, a la vuelta de la esquina, aunque, por suerte, quien le sale al paso, en la gene rosa barra del Granduca, es otro asiático burlón, irlandés por má señas: el mismísimo Larry Durrell, a la caza de un lestrigón extraviado para alimentar sus inviernos provenzales.En su primera edición, el Premio Europa fue otorgado a la directora francesa Ariane Mnouchkine y al Théâtre du Soleil. Al recibirlo, la directora, hablando en nombre propio y en el de su teatro, dijo mostrarse contenta y orgullosa por el premio, "un gesto simbólico y financiero a través del cual", dijo Mnouchkine, "la Comunidad Europea demuestra que no sólo quiere ser la comunidad de los tomates y de la carne de cerdo, sino también la Comunidad del Arte". "Pero", añadió la directora, "la Europa de la Comunidad no abarca a toda Europa". Y acto seguido dedicó el premio (pero no los ECU) "a todos los artistas no oficiales que trabajan en la iglesias de Polonia, en los sótanos de Hungría y en los garages de Checoslovaquia; gentes que trabajan en la sombra, y que sin ayudas y con grandes dificultades sostienen la llama de teatro".
Las emotivas palabras de Ariane Mnouchkine fueron recibidas por los miembros del Premio Europa como un reto político. Al parecer, en posteriores ediciones del premio se intentará dar cabida en él al teatro del Este, no comunitario, si bien a nadie se le escapa las susceptibilidades que tal medida puede despertar en ciertos países comunitarios, para los que la cultura puede llegar a resultar tanto o más rentable que los tomates o la carne de cerdo, y donde el premio (y los ECUS) se consideran formando parte del negocio, bien sea como tonificante para la propia grandeur, bien sea como inversión publicitaria.
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