La psiquiatría ante sí misma
Algunos psiquiatras suponen que su especialidad va a desaparecer relativamente pronto. Unos de sus enfermos serán tratados por los neurólogos; otros, por la medicina general. La idea les ha venido precisamente en un momento de consultorios rebosantes; sobre todo de lo que se llaman depresiones, tan distintas, variadas y lábiles, que uno de ellos, el catedrático Alonso Fernández, tiene catalogadas más de 400. Es una época de oro de la psiquiatría cotidiana; lo sería más si los titulares estuvieran convencidos de que pueden curar a sus pacientes. Hay ahora bastantes específicos que producen alivios considerables; han sido descubiertos casualmente. Ensayándolos en salas de hospital para otras enfermedades se ha advertido que los que mejoraban eran los que tenían problemas mentales. A partir de ellos han podido relacionarse esas enfermedades con una química de las perturbaciones; hay sustancias, como la serotonina, cuya falta o exceso tiene alguna culpa. Pero no es mensurable hasta ahora con análisis o con aparatos. Es el ojo clínico del psiquiatra -que faltaría si desapareciera la especialidad- el que tiende a advertir y clasificar; ya no son los test -que aún utilizan algunos psicólogos- los que determinan.El doctor Colodrón es autor de un importante y exhaustivo libro sobre la esquizofrenia, pero es su observación del paciente lo que en realidad le permite discernirla, suponiendo que se sepa lo que es realmente la esquizofrenia. El problema de las clasificaciones es tan difícil como el saber la naturaleza de la enfermedad. La misma y simple depresión es algo que ha ido cambiando de nombre: se llamó neurastenia y neurosis -palabras hoy aplicadas de distinta forma, según la escuela que las aplica-, se habló de diablos azules -Vigny-, y en muchos idiomas hay palabras coloquiales -blue, saudade, cafard- que describen estados parecidos; los antiguos los relacionaban con el hígado.
Se puede creer que son enfermedades sociales: ciertas personas, sometidas a una presión social que rechazan por incapacidad de aprendizaje, porque han sido formadas seriamente de otra manera, con tabúes y amenazas, se refugian en la depresión o en la extravagancia de comportamiento. Les produce un sufrimiento, y ellos se lo producen a los demás; sin embargo, hay un regusto final en esa coraza defensiva -de la que habló Reich, al que hoy sólo se recuerda por su extraordinaria carrera vital, y que probablemente estaba loco cuando murió en una cárcel de Estados Unidos en circunstancias muy extrañas-; cuando acuden al psiquiatra tienen la noción de que están enfermos -"un enfermo es todo aquel que llama a la puerta de un médico", escribió creo que Von Weizsäcker, ampliando el concepto de enfermedad-, pero tienden también a defenderse de él y a negarse como tales enfermos. Cuando aceptan la medicación olvidan al cabo de un tiempo que el origen de su malestar es la enfermedad, y lo atribuyen sinceramente a los medicamentos, que muchas veces producen efectos secundarios -somnolencia o hiperactividad, cansancio, molestias intestinales o digestivas, mareos, temblores-, y comienzan un trágico círculo vicioso: suprimen los medicamentos, vuelven a encontrarse de cara al demonio de la depresión, regresan al psiquiatra... Otros no van al psiquiatra porsu voluntad, sino para obedecer o complacer a sus próximos, y comienzan explicándolo así: no son enfermos, sino que están considerados como tales. Son los que más fácilmente rechazan el medicamento, o lo escupen a escondidas, en lo que sus familiares ven nuevos síntomas de enfermedad.
La psiquiatría oficial y legal tienden a, que estos enfermos que no se reconocen no sean forzados al tratamiento. Es una visión de la izquierda que ha sido anidada y empollada durante la dictadura, sobre una idea general de la libertad para todos, y apoyada por algunos textos importantes. A partir de Freud, que hoy es la sombra de Freud, y hasta Laing y Cooper, que inventaron la antipsiquiatría y terminaron más o_menos psiquiatrizados. Su idea era la de que la locura es una respuesta sana ante una sociedad enferma.
En el fondo es sólo una cuestión de conceptos: la sociedad, probablemente enferma, ejerce el poder sobre las conductas y los comportamientos, y quienes no se adaptan, probablemente sanos, pueden considerarse como mentalmente ajenos, enajenados. Por tanto, se oponían a la psiquiatría autoritaria: electros, insulina, lobotomía, conductismo. Y en general, medicación (era la época, intelectual del anti: antiteatro, antinovela, antinaturalismo ... ).
En un país como España, donde reinaba una psiquiatría represiva -por asociación también con la sociedad dominante-, los jóvenes médicos preparaban esta antipsiquiatría para cuando gobernaran, y ahora tienen la ocasión de ejercerla a medias. La autoridad les ayuda: los manicomios, los hospitales, las casas de salud, son enormemente caras para el Estado. La ley niega los internamientos involuntarios, y hay psiquiatras que lo aceptan así, aunque otros se desesperan ante los resultados y recortan con furia las noticias de periódicos donde -la última- un demente asesina a su esposa porque creía que era una maga negra. En esos casos, los tribunales condenan a reclusiones en hospitales psiquiátricos penitenciarios, donde los enfermos pueden estar hasta el final de su vida: pero eso sí, incurables por la ausencia de tratamiento o por su forma de aplicarlo. Pero la decisión la toma una audiencia, no un psiquiatra. En los centros psiquiátricos sociales, los internamientos apenas existen, o dan el alta en pocos días con la recomendación de que el enfermo continúe su tratamiento en un ambulatorio. No acuden. Una forma de la enfermedad consiste en no reconocerla y en, como queda dicho, que los enfermos atribuyan su propio comportamiento extravagante a que están psiquiatrizados. En todo caso, el hospital psiquiátrico está condenado en España a la extinción -después de haber sufrido la disminución-, por la idea de que son los familiares, la sociedad en general, la que debe cuidarse de su propio loco. Eso ha sucedido en los pueblos primitivos, donde el loco tiene incluso un carácter sagrado, y la pequeña aldea, o la tribu, le protege. Hasta que se produce el amok, y el enfermo acuchilla a todo el que pasa por delante -los francotiradores indiscriminados son frecuentes en España: recientemente se ha producido un caso en un pueblo español-. En las ciudades no puede existir esa sensibilidad.
Pero los establecimientos de internamiento privados no han cesado de existir: al contrarío, crecen por carencia de los otros. Son para ricos, o para quienes consiguen reunir el último dinero de su vida para ayudar a su enfermo. Generalmente se prefieren clínicas con nombre o patronato extranjero, y a veces, directamente, el envío del paciente a Suiza, a Austria o a Estados Unidos. Parece como si una vez más ciertas ideologías de izquierdas, cuando acceden al poder, sirvan para crear la distinción entre pobres y ricos.
El último refuerzo de la pobreza es el psicólogo. En las calles, pegados a los árboles o los faroles, hay anuncios fotocopiados que ofrecen la solución de ciertos problemas de la vida moderna. Gente muy joven y de muy buena voluntad, a precios muy escasos, en cuartuchos de barrio, tratan de ejercer una terapia hablada sobre estos problemas, principalmente sobre los sexuales o de pareja, pero también sobre los de dificultades en la empresa, timidez, inadaptación. Las garantías son muy escasas. Las dificultades con que se encuentran los psicólogos de barrio para aliviar a sus pacientes son las mismas que las de los psiquiatras, aunque con menos armas, que estos psicólogos encuentran con los suyos.
Si la situación es grave hay, en cambio, esperanzas en la investigación. Cada día aparecen noticias de algún hallazgo: ahora está de moda el Alzheimer -forma de la enfermedad senil- y la "ingeniería genética" desde que está también de moda atribuir a problemas genéticos todas las enfermedades (hasta ahora, en psiquiatría, se estaba reduciendo la importancia del factor hereditario, que en una etapa anterior se defendía por encima de todo). Todo ello parece volver a la idea antes dicha de la desaparición de la psiquiatría y su traslado a los internistas y a los neurólogos, quizá a los genetistas. Pero todavía en una sociedad como la nuestra el psiquiatra, su ojo clínico, su vieja experiencia, ejerce una función de amparo, un apoyo social que antes estaba confiado a otras clases -que fracasaron- -y que ahora depende de él. Si él mismo no se agota. O, simplemente, se comercializa.
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