Cultura del 'symposium' y cultura del reparto.
¿Symposium o reparto? Me parece que en términos de tal disyuntiva podríamos formular la crisis que la coyuntura cultural atraviesa en nuestro país. Es sin duda una vieja contraposición. De un lado, la fiesta, la libre comunicación e intercambio en que cada uno ejerce la soberanía de su pensamiento y de su imaginación, persiguiendo colectivamente la verdad y la belleza. "Busquemos juntos la verdad.", según proponía Sócrates en el Gorgias, De otro, el reparto de bienes y prebendas, ligados a la institucionalización de la vida cultural, como actividad absorbente de ésta. La microfisica del poder apresando como tina tela de araña el latido del impulso cultural. "La república de las ciencias y las letras" sería la imagen política que cuadra con la primera forma; la relación vasallo-señor, la que configura la segunda. La magnanimidad, la apertura esperanzada hacia lo nuevo, crecientemente dilatada en el reconocimiento y aceptación de lo valioso allí donde: libérrimamente brote, florece en el symposium, al par que la cultura como reparto segrega el recelo, el enclaustramiento y la envidia. La vieja envidia hispánica, tan comentada por Unamuno, y que desgraciadamente no nos ha abandonado.Evidentemente ambos paradigmas de la existencia cultural condensan en forma abstracta rasgos de una realidad que normalmente a lo largo de la historia no se ofrece tan pura ni tan mezquina. El ejercicio de la actividad cultural, por muy apasionado que sea, no convierte a los seres humanos en ángeles, liberados de la envidia, del favoritismo, de la natural complacencia en el éxito, con sus gratificantes secuelas. Mas tales impulsos pueden hallarse contenidos y supeditados a la exigencia en la labor propia y al reconocimiento, al entusiasmo mismo, por los logros ajenos, de manera que en una sociedad la creatividad se desarrolle y potencie, o bien, contrariamente, son capaces de desatarse en modo tal que la cultura se transforme en mero botín que disputar, con el consiguiente ascenso de la astuta y oportunista mediocridad, con el hundimiento de la cultura en su propia sombra.
Las expectativas depositadas en la democracia auguraban que con su conquista florecería en nuestro país aquella forma de vida cultural que he designado como symposium. Mucho se habló, en los primeros tiempos de esta etapa, a propósito de la explosión cultural, ingenua y precipitadamente esperada y no menos ingenuamente lamentada por su ausencia. Juzgar lo que en estos años se ha producido en los muy variados campos de la creación cultural requiere no sólo la crítica especializada, sino la distancia y la madurez del futuro. Mas sí cabe hoy examinar las condiciones de nuestra vida cultural, sus hábitos y maneras, en global juicio. Y en este sentido resulta urgente señalar el modo como la cultura del reparto amenaza devorar la esperada cultura del symposium. En realidad, lo que se expresa aquí no es sino la fisonomía general de la España de la transición, en que la pugna por la ocupación y utilización de los espacios de poder abiertos ha desplazado la creación y el debate de ideas.
La sustitución de éstas por los ritos y jergas de la cofradía, dictados por sus hermanos mayores, caracteriza a la cultura del reparto. Lo que en el dominio de la actividad filosófica está ocurriendo me parece significativo. Es llamativo el culto a las citas, suplantando la elaboración del propio pensamiento. Hace algún tiempo una participante en un encuentro hispano-mexicano de filosofía me comentaba con lúcida ironía: "¡Qué erudición poseen los filósofos españoles! No paran de citar. Y detrás de tantas citas no se sabe lo que ellos piensan". Mas al llegar a este punto se hace imprescindible una importante precisión: no se trata de citar autores cualesquiera, sino justa y cabalmente aquellos que la iniciación en la cofradía prescribe. Recientemente, y con motivo de un concurso a cátedra filosófica, presencié un modo bastante pintoresco de objetar la obra de un concursante por parte de algunos miembros de la comisión llamada a decidir la plaza. No se cuestionaba la profundidad ni el acierto de las ideas contenidas en dicha obra ni tampoco su consistencia argumentativa; se argüía críticamente que en ella se citaba excesivamente a algún autor y de un modo mucho más menguado a otros. La proporción de las citas no se ajustaba, por lo visto, a la citometría canónica, erigida en criterio supremo para juzgar una obra filosófica.
Indudablemente es mucho más difícil arriesgarse a pensar que poseer un vademécum de citas con imprimatur. Pero no hay más filosofía -parodiando la expresiva sentencia- que la que arde en el esfuerzo del pensamiento. Otra cosa es palabra de sentenciario -retornando al medievalismo, del que creíamos haber salido-, doxografila, citosofía, sustituyendo a la filosofía. Y pensar requiere expresarse con precisión y rigor, exponer con claridad el pensamiento propio al debate, al cual es urgente llamar, no envolverlo en altisonante oscuridad, remedando los aspectos más negativos de Heidegger. Que tal estilo es otro mal que nos aflige en peculiares pagos filosóficos.
Estas consideraciones críticas respecto a nuestro panorama me parecen especialmente graves en una etapa en que la Universidad está renovando su profesorado, funcionarizándolo a ritmo trepidante de incesantes concursos, así como reestructurando sus planes de estudio y su organización. Tal situación ha convertido el recinto académico en una tabla de ajedrez sobre la cual cada concurso o decisión sobre materias en los planes de estudio ha venido a significar no otra cosa sino un movimiento parcial hacia el control del tablero por las ansias de poder desatadas. La instalación de los mediocres, amparados en el rito y la fidelidad a la cofradía, puede hipotecar desastrosamente nuestro futuro.
Aquello que contemplo con más directa información y vivencia en mi campo de trabajo filosófico me parece -como ya he apuntado- expresivo de un signo general imperante tanto en el mundo académico como en el conjunto de nuestra vida cultural. También de una política dominada por el recitado de tópicos elementalizadores, impuestos por la cúpula. En los campos en que la cultura se dilata hacia un más amplio público, hecha espectáculo y mercancía, asistimos al control de las editoriales y de la crítica en nombre de fidelidades de clan que carismatizan a sus miembros en la reducida área que la desmesurada entrega a la traducción deja libre a nuestra capacidad creadora. Y es, en los medios de comunicación, la presión que desde el poder en sus distintas cristalizaciones y grupos trata de doblegar la autonomía de tales órganos y de quienes en ellos trabajan una realidad que acaba siendo interiorizada, trocándose entonces en perezoso conformismo, en aceptación inerte de lo establecido, sin cuestionar sus limitaciones y falsedades. ¿No será capaz nuestra vida cultural de romper tales amarras y lanzarse a navegar hacia más abiertos horizontes? La elección se plantea entre la aburrida seguridad y la aventura creadora.
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