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Un alto en el camino

El albergue de San Isidro es la escala forzada de los indigentes cuando llega el frío

Javier Vallejo

JAVIER VALLEJO A las tres de la tarde, ante los que envía, poco a poco, a los albergados a sus dormitorios. Al llegar la mañana los altavoces madrugan, para hacer sabeenormes portones de acceso del albergue, comienza a extenderse una deshilachada hilera de personas que, en situación de indigencia, aguardan la entrada. En invierno y en los días más crudos de la voluble primavera madrileña, cuando la fama de la capital como ciudad acogedora atrae a temporeros desempleados, vagabundos y desocupados que en el buen tiempo hacen las Españas, el albergue se llena a rebosar. De hecho, muchos días, los últimos de la fila no llegan a gozar de un régimen interior que dicta: ducha tras la entrada, luego cena, a las ocho, seguida de asignación de las camas, tiempo de ocio con el televisor por todo aliciente y espera del sueñor que hay opción a desayuno y ducha, y obligación de abandonar el centro acto seguido. En el caso -habitual- de que se desee pasar allí más noches, será menester obtener el visto bueno del asistente social.Hay una minoría de albergados que, por el contrario, se ven comprometidos a pasar la mayor parte del día en el interior del recinto. De entre éstos, algunos son sus inquilinos permanentes, personas para quienes no se ha encontrado mejor solución y que permanecen en el centro a cambio de alguna prestación en tareas de mantenimiento y cocina.

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No todos son mendigos

En una proporción significativa son víctimas del alcohol, y sus salidas se restringen para evitar el contacto con la droga que los posee y embrutece. Otros sólo se hospedan por una temporada, obligados por circunstancias diversas: mujeres y hombres a la espera de algún trabajo; matrimonios jóvenes con niños, que aguardan concesión de vivienda; toxicómanos que dejan pasar los dos o tres meses que tarda en tramitarse la beca municipal, que posibilita realizar un proceso de desintoxicación y rehabilitación en los cabalísticos centros de la sociedad El Patriarca.

Por lo que respecta a los demás, la población transeúnte, amplia mayoría que todas las mañanas es invitada a abandonar el centro, tienen nueve horas por delante hasta que se reabra la entrada. Faltos de recursos e iniciativa, emprenden un recorrido paripatético, dejando transcurrir el tiempo.

La ruta estándar se inicia en los paseos del Rey y de la Florida, siguiendo por los alrededores ' de la estación del Norte, zona modesta que procura en bares económicos el vino y el café tan preciados. Cuesta de San Vicente arriba, los jardines de plaza de España ofrecen verde césped, el mejor asiento para la tertulia y el compadreo. El invierno se presenta con exigencias de recogimiento y antaño, más que en estos tiempos de vigilantes jurados, las catacumbas del Metropolitano ofrecieron refugio acogedor. El fin de una mañana soleada trae paseos por la calle de la Gran Vía -durante los cuales se hacen sentir los zapatos, siempre un número grandes o pequeños- o visitas a los soportales de la plaza Mayor con Ciudad Rodrigo y a la plaza del Conde de Barajas, recoleta y adecuada para beber en un banco sin ser molestado.

Un mapa singular

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La indigencia configura un mapa mental de la ciudad que refleja con precisión el casco antiguo, a la par que prescinde de centros de comercio y oficinas de Azca. ¡Mapa mental amarillento, paupérrimo y entrañable! La hora del hambre orientará los pasos hacia el comedor de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, en Martínez Campos, 18, el comedor de la Santa Hermandad del Refugio, en Corredera Baja, 16, y otros similares, pertenecientes todos a órdenes religiosas. Una siesta, si el tiempo es benigno, en los jardines de Rosales o en los de Sabatini, sirve para comenzar la tarde con buen pie. Luego más vale prever y estar de vuelta en el albergue antes de las ocho, hora límite de entrada a las dependencias municipales.

Como quiera que los albergues existentes no se bastan para satisfacer la demanda invernal, desde la temporada pasada, el Ayuntamiento de Madrid habilita un pabellón de la antigua Feria del Campo, con objeto de dar cabida a los excedentes de una población que parece ir en aumento. Escaleras de las estaciones de metro de Sol y Callao, el puente de la Reina, portales de puertas desvencijadas, casas abandonadas, entreescaparates sin cierre, unipersonales cabinas de teléfono y bancos cubiertos con plásticos, completan la lista de establecimientos que brindan graciosamente su abrigo.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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