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Trampas de la nostalgia

Esta manía de rebotar las ferias y fiestas de la provincia al viejo corazón de Madrid en virtud de que sus habitantes procedemos la mayoría del extrarradio peninsular comienza a resultar penosa. Es el afán imposible por recuperar la infancia, el viejo sentimiento aquel que un día nos unió a un paisaje, a un aroma, a un rostro. Es la fuerza terrible de la nostalgia que arrasa con el sentido común y, lo que es peor, con el mínimo sentido de la estética. Es el reinado del viejo principio kisch según el cual poseyendo los símbolos lo poseemos todo.Ahora los cientos de miles de andaluces que viven en Madrid se enfrentan al dilema de reconocer como suya una Feria de Abril en miniatura, enclaustrada entre la carretera de Extremadura y las construcciones neocatetas de la muy nostálgica y franquista Feria del Campo. ¿Quién puede dudar de la belleza de un baile por sevillanas, de la alegría que el alcohol y la comunión de las gentes produce, de la vistosidad de caballistas y carrozas? Pero, ¿quién puede gozar de un simulacro? ¿Quién puede apreciar la belleza de un cuerpo vestido de faralaes si el frío obliga a cubrirlo con un anorak de color butano?

En Sevilla no se va a la feria. Se está en la feria. Y no es necesario forzar la voluntad para que la alegría entre por los poros de la piel ni acercarse a Cornejo para alquilar un traje corto ni dejar a los niños con la abuela, porque la abuela y los niños tienen su sitio y su función, y su ración de alegría.

Esto no quiere ser, no es, una crítica a quienes organizan este tipo de saraos ni la negación de lo que tratan de ensalzar, que es bello y legítimo, y además existe... pero en otro sitio.

La ciudad, en este caso el generoso y nada melancólico Madrid, nos transforma, nos deglute y hace de nuestro origen materia distinta. De esa materia que ya no es andaluza ni asturiana ni vasca, que es materia de asfalto y supervivencia, habrá de salir la fiesta, si es que la fiesta cabe en nuestros esquemas de convivencia.

En todo caso, si inmersos en la rutina laboral, en el laberinto de los desplazamientos mecánicos, en la dependencia de los medios de comunicación, no encontramos la fórmula de la fiesta común, siempre cabe la posibilidad de considerar que las tan televisivas operaciones de salida y retorno que se suceden de acuerdo con el calendario laboral, son nuestra romería favorita.

Nuestra única fiesta común., admitámoslo de una vez, es la huida.

Fuera de su sitio

Es corriente que a un asturiano residente de muchos años en Madrid, al traspasar el. puerto de Pajares y entrar en Asturias, le retorne como por milagro el acento e incluso regresen a su boca las viejas palabras del bable escuchadas en la aldea. Pero para que ese milagro ocurra es necesario regresar, volver a estar entre la niebla, bajo un cielo plomizo y pisando una alfombra de infinitos verdes.

Lo que resulta imposible es que tal milagro ocurra en La fiesta del bollu, que anualmente se celebra en los alrededores de Madrid, por las estepas de Móstoles. Porque los gaiteros, la sidra, la empanada y el baile están fuera de su sitio. Fuera de bolos. Nada se conseguiría ni aun si, en el colmo del realismo, soltaran entre los atónitos romeros una manada de vacas.

Son las trampas de la nostalgia. Trampas del corazón. Tan humanas y tentadoras como el amor de Alberto Moravia por Carmen Llera. Ante ellas sólo caben dos soluciones: la operística, es decir, muchísimo presupuesto, o darse por perdido.

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