Consenso para una ley
LA ANUNCIADA ley de la Función Militar ha sido acogida con recelo y preocupación entre quienes consideran, acertada o equivocadamente, que su situación y futuro profesionales se encuentran amenazados. La trascendencia de esta ley, el cambio que supone en la regulación de la carrera militar y los intereses diversos a que atañe hacían previsible esta reacción. Los militares que se sientan agraviados, lesionados en sus derechos o discriminados están legitimados para manifestar su protesta recurriendo a los medios legales a su alcance, pero no sería admisible que desde planteamientos particularistas y desde perspectivas personales se pusiesen en cuestión la necesidad de la propia ley y la racionalidad y coherencia de sus fines y objetivos: modernizar y racionalizar la carrera militar y los criterios de selección sobre ascensos y destinos, y, en definitiva, dotar a los mandos de las Fuerzas Armadas de la calidad profesional que sus misiones constitucionales demandan.Si alguien, militar o no, intentara mentarse sobre este descontento, le atribuyese una dimensión global que no tiene y, sobre todo, un significado distinto del estrictamente profesional, no sólo cometería un grave error de pronóstico, sino que podría servir, seguramente sin pretenderlo, de caja de resonancia a residuales inquietudes inconstitucionales que pudieran todavía albergar algunos militares. En este sentido, no se comprende muy bien cuál ha sido la intención del Grupo Popular o, mejor, de su portavoz parlamentario, Juan Ramón Calero, al forzar en el Congreso, mediante la presentación de una interpelación, un debate sobre las medidas a adoptar por el Gobierno "para restablecer en las Fuerzas Armadas el clima de sosiego y serenidad necesario para afrontar las importantes reformas previstas en el proyecto de ley de la Función Militar, depejando cualquier atisbo de inquietud y malestar". Si el Grupo Popular estuviese contra el proyecto de ley -lo que no es el caso-, lo procedente sería presentar una enmienda a la totalidad, y si el desacuerdo se centrase en aspectos parciales, la vía adecuada sería la de enmendar los artículos impugnados en la discusión parlamentaria del proyecto. Pero hacerse eco, sin más, de una presunta ausencia de sosiego y serenidad en las Fuerzas Armadas en relación con la ley de la Función Militar no deja de ser políticamente peligroso y operativamente ineficaz para corregir los posibles yerros contenidos en dicho proyecto.
El alcance y contenido de la ley de la Función Militar requieren el más amplio consenso de las fuerzas políticas. Su tramitación parlamentaria debería ser aprovechada para conseguir un texto técnicamente bien elaborado, respetuoso con los derechos y acorde con los fines y valores que justifican la promulgación de la ley. Se trata nada más y nada menos que de determinar el modelo de Fuerzas Armadas que el sistema democrático quiere que esté vigente en los próximos años. A esta exigencia deben plegarse las iniciativas tendentes a mejorar el texto de la ley, a depurarlo de defectos o incongruencias, e incluso la posibilidad de que sea aplicado de forma gradual si con ello se evitan o atemperan sus posibles efectos lesivos para integrantes de cuerpos a extinguir o para colectivos que no juzgan suficientemente reconocida su función en la escala que se les asigna. En todo caso, nadie puede poner en duda la legitimidad del Parlamento para legislar sobre los criterios que deben animar la organización y el discurrir profesional de las Fuerzas Armadas. Como tampoco puede calificarse de intromisión la obligación del Gobierno (de éste o de cualquier otro) de dotarse de los mecanismos legales necesarios -entre ellos, la designación de los empleos más elevados- para hacer efectivo el papel de dirección y de control que la Constitución le atribuye sobre la Administración militar y la defensa del Estado.
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