Algo más que Rushdie
LA CONFERENCIA Islámica, reunida esta semana en Riad, ha intentado ocuparse de cosas más profundas que la intolerante guerra contra una novela. En su discurso inaugural a las 46 delegaciones participantes, el rey Fahd recomendó la conducción de los asuntos y discusiones en el espíritu de las "tradiciones musulmanas de la tolerancia". El comunicado final sobre el caso Rushdie, tema que había eclipsado a los demás en los días previos a la conferencia, es el resultado de un compromiso en virtud del cual se condena como blasfema la novela del autor indo-británico y se decreta su prohición en el mundo musulmán, pero se rechaza la condena a muerte contra el autor. En resumen, nada esencialmente distinto de la posición recientemente hecha pública por el Vaticano. Lo verdaderamente significativo de la polémica en torno a los Versículos satánicos es que resume una década de protagonismo iraní en el mundo islámico, de un continuado y con frecuencia violento esfuerzo por hacerse presente en aquel escenario político, mientras que todos los afanes de los demás miembros de la comunidad islámica de naciones se dedicaban a neutralizar aquellos esfuerzos. Y el mundo musulmán, ocupado en resolver esta cuestión, ha sido incapaz de dedicarse a otras cosas de mayor provecho.
Desde que el imam Jomeini derrocó al sha, Teherán se ha debatido entre los sueños mesiánicos de exportar una revolución religiosa y las exigengias, mucho más a ras de suelo, de buscar encaje estratégico en la región. En esta lucha entre la política y el credo, Irán se las ha compuesto para incomodar a muchos de los hermanos de fe de la comunidad islámica. Entre las operaciones fallidas, aunque siempre espectaculares, se cuentan los esfuerzos de Teherán por controlar el Golfo, por disputarle La Meca a Arabia Saudí y por vigilar la pureza religiosa de todos. Diez años después de iniciarla, Irán busca otras salidas.
En esa perspectiva, lo que aparecía como el asunto estrella de la reunión -la condena del libro de Rushdie- acababa por convertirse en una pura anécdota, mientras que un asunto que ni siquiera aparecía en el orden del día se revelaba como el resultado más importante de la conferencia: el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre los dos colosos del islam -Arabia Saudita e Irán-, cuyo enfrentamiento ha polarizado durante esa década los sentimientos religiosos de una comunidad que cuenta con 1.000 millones de creyentes.
Como en el caso del precio puesto a la cabeza de Rushdie, la decisión de restablecer relaciones con Riad también podría interpretarse en clave interna iraní. Si, en efecto, en aquella ocasión se dijo que el caso Rushdie había sido utilizado por los duros del régimen iraní como excitación de los sentimientos nacional-religiosos y antioccidentales de un pueblo desmoralizado por la derrota del Golfo, hoy podría decirse que la reanudación de relaciones con la muy prooccidental monarquía saudí podría ser una victoria de la fracción moderada de la República Islámica. Sea cual fuere la interpretación en clave doméstica, el acto de El Cairo puede significar el fin de una década de intervención iraní en los asuntos de los demás países musulmanes y que tuvo su más trágica expresión en los incidentes provocados en 1987 por peregrinos iraníes en la ciudad santa de La Meca y durante los cuales perdieron la vida más de 500 personas.
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