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''Lo menos perverso"

La rehabilitación de Nicolai Bujarin en la URSS, hace unos meses atrás, y la reciente conferencia de Madrid sobre León Trotski, me recordaron con claridad que durante unos 15 años mis posturas en política internacional estaban en gran parte determinadas por una atormentada elección entre perversidades. Empecé a tener conciencia política en el año 1936, a la edad de 15. Hitler tenía el poder en Alemania, y el carácter racista, militarista y bárbaro de su Gobierno y de sus futuras intenciones era, a todas vistas, evidente. Había quemado los libros de todos los escritores judíos e izquierdistas, había destruido los partidos socialista y comunista, había eliminado personalmente todo posible liderato disidente dentro de su propio partido, había confinado a miles de sus oponentes en campos de concentración, había proclamado su intención de destruir la Unión Soviética, había utilizado sus "fuerzas de choque" para apalear a los judíos en las calles y había emprendido el rearme alemán con el manifiesto propósito de conquistar Europa continental. No cabía ninguna duda de que, salvo para racistas fanáticos e idólatras indefensos, Hitler representaba una perversidad desenfrenada.En agosto de 1936, el dictador soviético José Stalin puso en escena el primero de tres juicios por traición, donde varias ,docenas de prominentes líderes bolcheviques de la revolución de 1917 confesaron tales crímenes como planear el asesinato de Lenin y Stalin, espiar para nazis y japoneses, sabotear maquinaria industrial de alta tecnología, destruir cosechas y construir viviendas para obreros en el paso de humos venenosos provenientes de fábricas vecinas. Los acusados fueron juzgados en audiencia pública, estando presentes conocidos periodistas y abogados internacionales. No mostraban ningún indicio de tortura física o de haber sido drogados. No existía prácticamente ninguna evidencia documental. Sin embargo, se corroboraron detalladamente las confesiones entre sí, proclamaron la infamia de sus propias acciones y la sensatez del partido bajo la gloriosa dirección de Stalin. Sabían que iban a ser fusilados y hacían referencia a sus próximas ejecuciones como su último acto de servicio al partido. Estos juicios públicos, con sus famosos acusados, sólo eran la punta del iceberg. Hasta el día de hoy, nadie sabe exactamente cuántos miles de acusados, trotskistas y bujarinistas, fueron fusilados en los años 1935 a 1939 en los sótanos de las cárceles soviéticas, ni tampoco cuántos millones fueron deportados a los campos para prisioneros de Siberia, el denominado Gulag.

Mi hermano mayor, a quien quería mucho, ya era comunista en 1936 y, a no ser por alguna ocasional inquietud por frases antisemitas en las declaraciones soviéticas, siguió siendo estalinista toda su vida. Me animó para que leyera la versión inglesa de los juicios por traición y, en 1938, me regaló para mi cumpleaños las actas completas del juicio de Bujarin. Cuando discutíamos el texto, le decía que me enfrentaba con un dilema insoluble. Si las confesiones eran ciertas, ¿qué había pasado en la URSS para que ardientes revolucionarios de 1917 se transformaran en 1936 en saboteadores y asesinos? Si las confesiones eran falsas, ¿qué tipo de chantaje, tortura mental y memorización forzosa se les aplicó para lograr unas confesiones que se corroboraran mutuamente?

Algunos años más tarde, y por una curiosa coincidencia, tuve la oportunidad de analizar extensamente la obra de León Trotski. El líder bolchevique exiliado, asesinado en México por orden de Stalin, había dejado sus escritos a la biblioteca de la universidad de Harvard, donde, en 1941, se dio la coincidencia de que yo era estudiante asistente de la bibliotecaria que catalogaba este legado. Ella se encargó de las ediciones eslava y danesa, mientras yo, de la inglesa, alemana y en lengua romance. Los escritos de Trotski demostraban, en forma brillante, lo absurdo de las confesiones de los juicios de Moscú. Al mismo tiempo, su dogmatismo y amargura me dejaron una sensación de inquietud de que si él hubiera logrado vencer en la lucha interna del partido, también habría podido perfectamente dar muerte a sus enemigos políticos, aunque no a la escala de un Gargantúa como Stalin.

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Entre 1941 y 1945, las democracias occidentales -Reino Unido y EE UU- y la URSS bajo Stalin llevaron a cabo una exitosa guerra defensiva contra HitIer. En los acuerdos donde como aliados militares habían bosquejado el futuro de Europa, Stalin aseguró a sus socios occidentales que el Ejército Rojo permitiría la participación de todos los partidos no fascistas en la vida política de la Europa del Este. También afirmó que los Gobiernos de posguerra de Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumanía y Bulgaria serían elegidos en elecciones libres. Posteriormente, entre 1945 y 1949, no sólo destruyó los partidos no comunistas que habían vencido en la mayoría de las elecciones, sino que también llevó a cabo una purga sangrienta en cada país.

Para miles de izquierdistas demócratas tanto en Europa como en las Américas, estos años supusieron una larga serie de ocasiones en las que debieron optar por lo "menos perverso" en temas relativos a Alemania bajo Hitler y la URSS bajo Stalin. Desde el punto de vista de las instituciones democráticas y los derechos humanos, ¿cuál era peor el nazismo o el estalinismo? Era fácil decidir que la supervivencia de la civilización europea exigía la derrota militar de Hitler y el repudio de sus principios bárbaros y racistas.

Sin embargo, con respecto a Stalin, la situación era más compleja. Era un dictador manchado de sangre, pero en los años 1935-1938 ofreció en repetidas veces al Occidente democrático una alianza defensiva que podía haber detenido a Hitler sin una guerra mundial. El doble aspecto de su política se hizo evidente durante la guerra civil española. Por un lado, ofrecía apoyo material y diplomático al Gobierno legítimo, burgués y democrático de la República; por el otro, organizó una purga sangrienta de sus enemigos trotskistas, otros marxistas y anarquistas, llevada a cabo por sus agentes sin el conocimiento, y mucho menos la autorización, del Gobierno republicano.

Había otros factores, aparte de la política de seguridad colectiva, que un izquierdista demócrata debía considerar en cualquier comparación entre los regímenes nazi y soviético. Los planes quinquenales que industrializaron un país inmenso y atrasado sin crear una montaña de deudas impagables. Y Stalin, con unas pocas manifiestas excepciones, era, preeminentemente, un opositor al racismo. Por tanto, para la izquierda democrática de los años treinta era el menos perverso, cruel y brutal, pero con algunos aspectos positivos en sus directivas.

Durante los años de cooperación bélica, 1941-1945, la Prensa occidental presentaba a Stalin más como un bondadoso padre fumador en pipa que como un despiadado dictador. No obstante, el dilema de lo "menos perverso" volvió con toda su intensidad después de la victoria sobre la Alemania nazi. Las tropas soviéticas saquearon barrios obreros de Budapest con la equivocada idea de que eran lujosos apartamentos de la burguesía. Llevaron a Rusia todo cuanto quisieron confiscar, desde maquinaria y ganado hasta objetos pequeños. Quebraron la unión política de los partidos no comunistas. El propio Stalin, entre 1945 y 1949, forzó al exilio a los más importantes dirigentes no comunistas, y después realizó una purga en los partidos comunistas en juicios públicos por traición, bajo el exacto modelo di las purgas de Moscú de 1936-1938.

Nada le hubiera obligado a desistir, salvo una consistente amenaza de intervención militar por parte de Occidente. Tal intervención sólo podría haber sido organizada por las fuerzas más reaccionarias, antidemocráticas de EE UU y de los derrotados nazis. A excepción de Checoslovaquia, los principales partidos políticos no estalinistas en Europa del Este estaban más próximos al fascismo y el racismo que a cualquier otra cosa que un izquierdista demócrata pudiera reconocer como democracia. Por tanto, mirándolo todo con negro pesimismo, lo "menos perverso" en este caso era, ciertamente, aceptar el control soviético.

Saltando desde aquellos días al presente, puedo concluir con algo más esperanzador. Al comenzar los noventa, la CE está más afirmada democráticamente, tanto en estructura política como en cometidos, de lo que lo estaba cualquier parte de Europa durante los veinte y los treinta. También es mucho más próspera económicamente. Ya no hay ningún dictador paranoico fascista ni comunista en el continente, salvo en la infeliz Rumanía. Las incipientes reformas en Europa del Este y un compromiso en pro de los derechos humanos (que eran despreciados como simples "libertades burguesas") podrían terminar, en un cercano futuro, con la pesadilla a la que Hitler, y después Stalin y Breznev, sometieron a esas naciones que han padecido durante mucho tiempo. Abrigo una esperanza racional de no tener que tomar nunca más el tipo de decisiones de lo "menos perverso" descritas en la parte central de este artículo.

Traducción: C. Scavino.

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