Diezmos de la Iglesia
POR FIN el ciudadano español ha podido conocer las cifras oficiales de la implantación alcanzada en su primer año de vigencia por el llamado impuesto religioso, destinado al sostenimiento económico de la Iglesia católica. Los algo más de 6.200 millones de pesetas que van a ser entregados por Hacienda al episcopado por este concepto no alcanzan siquiera el 50% de la dotación presupuestaria a favor de la Iglesia comprometida por el Gobierno para el presente año. Téngase en cuenta además que los 14.000 millones largos de subvención estatal van destinados a las nóminas del clero secular y de los obispos.Como era de esperar, la opinión pública empieza a interpretar los porcentajes de donantes, de abstenciones y de los que se han negado expresamente a ayudar económicamente por este sistema a la Iglesia. Un 35,11% de los contribuyentes ha optado por destinar el 0,52% de su tributación total al Estado para ayuda de su religión. El resto prefirió dedicarlo a entidades de fines sociales (11%), y una mayoría (53%) no mostró preferencia por una u otra fórmula. Estos datos pueden prestarse a todo tipo de interpretaciones. Las optimistas resaltan que los contribuyentes que han decidido su apoyo económico a la Iglesia superan incluso el número de católicos practicantes. Las pesimistas no dejan de constatar que tal cifra confirma la distancia real que separa a la sociedad actual del viejo estereotipo español. En todo caso, las primeras reacciones de la jerarquía eclesiástica muestran su insatisfacción con el estreno que ha tenido el sistema de asignación tributaria.
La cuestión de fondo, sin embargo, es que esta forma de financiación sigue encubriendo una situación de privilegio, a la vez que humillante para la Iglesia, cual es la de hacer depender su propia subsistencia (costes de personal y culto) de aportaciones detraídas de los impuestos estatales. Se suelen invocar en favor de la misma los servicios sociales que como institución presta a la sociedad española. No es éste el lugar de discutirlos, pero sí de afirmar que las prestaciones en el campo de la sanidad, de la asistencia social y penitenciaria o de la enseñanza son compensadas por el Estado con nóminas o partidas de muchos miles de millones de pesetas que nada tienen que ver con el sistema del impuesto religioso.
Portavoces autorizados del episcopado se han apresurado a indicar que lo que procede es duplicar el porcentaje del 0,52% de la cuota íntegra del IRPF destinado a la Iglesia católica, cuando lo más apropiado sería prepararse para lo inevitable: la autofinanciación. Es cierto que no existe un plazo Fijo para poner fin a la fórmula de la asignación tributaria, pero, si perdurase en el tiempo más allá de lo que es razonable, se violaría el carácter transitorio que claramente le atribuyen los pactos Iglesia-Estado. Por otra parte, esta actitud pugnaría con el propósito reiterado por numerosos representantes de la Iglesia española de que ésta "logre por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades".
Las democracias de nuestro entorno intentan crear marcos legislativos que estimulen la canalización de recursos privados hacia los intereses generales. De momento, el más recomendable es el sistema de desgravaciones para asociaciones y fundaciones, bien limitadas y controladas, que impulsen la solidaridad ciudadana. La Iglesia española disfruta ya de muchas exenciones tributarias, pero quizá debería estudiarse la manera de extender el procedimiento a las demás confesiones religiosas y a las instituciones civiles pertinentes. Esa desgravación ampliada pondría a prueba, sin privilegios siempre odiosos, la conciencia social de todos los ciudadanos y especialmente de los católicos, quienes alguna vez deberán asumir por sí mismos -y sin echar parte de la carga al resto de sus conciudadanos- el coste del sostenimiento de las personas y obras de su Iglesia.
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