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Narciso, SA

Rafael Argullol

Son como los bárbaros: avanzan en oleadas y ya nadie ni nada parece poner freno a sus propósitos. Pero, al contrario de aquéllos, no se presentan corno toscos destructores, sino como refinados creadores o, más bien, como diseñadores. El lema de los invasores es diseñar a toda costa, y así ellos mismos constituyen un acabado diseño del escenario que buscan ocupar.Si nos atenemos al lenguaje de los políticos, no hay duda de que ellos se asignan el papel creativo principal. Diseñan, según se les oye manifestar repetidamente, la defensa occidental o la unidad europea o el estado de las autonomías o el futuro de la nación. Sin abandonar la misma jerga, también trazan las líneas maestras de tal o cual programa, gustándoles, en especial, hacer hincapié en el carácter macro de tales líneas.

Tras el estado mayor del macrodiseño, los técnicos y estrategas sociales alardean asimismo de su creatividad. ¿Qué valor se otorga, actualmente, a un economista que no sepa diseñar los porvenires inflacionarios en relación con las tendencias augurables de producción y consumo? Ninguno. ¿De qué nos sirve, por ejemplo, un director general de Sanidad que no nos dé diseñada la previsión de muertes por escasez de camas hospitalarias? De nada. Para no hablar de urbanistas y planificadores de ciudades por no caer en la tautología.

Todos diseñan frenéticamente. Hasta tal punto es así, que, no queriendo perderse los beneficios lingüísticos de la modernización, también los más notables especuladores del país han encontrado un instrumento idóneo a sus fines. Según las páginas económicas de periódicos y revistas (la expresión literaria más actual), se diseñan opas hostiles y operaciones de bolsa y fusiones contra natura y engullimientos a largo plazo. El mundo financiero asemeja un estudio de agresivos delineantes peleándose por imponer el dibujo más rentable.

Los naturales ostentadores de la etiqueta llevan razón al estar preocupados. Estilistas, modistos, decoradores, publicistas y demás batallones de diseñadores diseñadores advierten cómo su condición creativa, tan trabajosamente adquirida a través de una historia de elitismos y desprecios, está siendo acosada y usurpada desde los ámbitb! sociales más diversos. Ahora que, por fin, habían conquístado plenamente el derecho a ser artistas (en realidad, tomo es sabido, los genuinos artistas de nuestra época), ahora aparecen los más impensables advenedizos amenazando su estatuto artístico. Porque, en efecto, ¿qué confianza merece una actividad creadora que debe ser compartida, pongamos por caso, con presidentes de comisiones parlamentarias o de juntas de accionistas? Aunque, por supuesto, el. mal trago se hace peor al comprobar que la vieja tienda de albañilería se llama hoy de decoración y diseño y que el carpintero de la esquina ha puesto un rótulo que reza "diseño, decoración". Sin embargo, me temo que los diseñadores-diseñadores no tendrán más opción que admitir que, gracias a sus afanes, el diseño se ha democratizado sin remedio y que la e itera sociedad está ocupada en la tarea.

Viendo el panorama con optimismo, habría que concluir que, tras tantas propuestas utópicos en el pasado, nosotros hemos realizado la utopía: vivimos en una sociedad en la que todos, o casi todos, son artistas. Aquella ambición renacentista de crear, a semejanza del deus artifex, se habría cumplido, debidamente masificada, en nuestro tiempo. Una mayoría de ciudadanos está formada por creadores o, según una calificación más al uso, por creativos. Creativos son el inventor de eslóganes publicitarios, el interiorista y el artista plástico, pero tambien, obviamente, el agente de cambio y bolsa, el diputado y el sastre. Paralelamente, templos de la creatividad son las galerías de arte, las empresas de publiciciad y los talleres de confección, pero, asimismo, sin ningún demerito, los bancos, los parlamentos y las peluquerías. Si a ello añadimos que los medios de comunicación, bajo el denominado reinado de la imagen, sirven de intermediarios entre unos y otros, será fácil convencernos de que la nuestra es una con unidad de artistas.

Es también posible, no obstante, acogerse al talante del agorero, suscitando sospechas sobre la intencionalidad del diseño total ¿No ocultará, quizá, la más completa ausencia de ideas? Y, si las hay, ¿no servirá, como cuestionable varita mágica, para camuflarlas bajo una apariencia digerible? La utilización indiscriminada de la carátula estética para los más diversos usos sociales enmascararía entonces los auténticos rostros de la realidad propiciando un narcisismo compartido como terreno abonado de una cultura de la falsedad. Cuando se habla de arte para exaltar el ornamento (como hacen tantos creativos profesionales) y cuando se recurre al ornamento para disimular lo que se habla (como hacen tantos políticos y estrategas sociales) es que existen los síntomas suficientes para el diagnóstico. Y, asimismo, para la terapia. Estamos enfermos de ornamentos y fraseologías. Necesitamos una limpieza a fondo; es decir: volver a templarnos en el riesgo de la verdad.

A fuerza de ser invadidos por tantos creadores, acaso estemos necesitados de destructores. Destruir, en la enfermedad que nos ocupa, es exigir pensamiento y precisión. Es rescatar el lenguaje del secuestro de la trivialidad para devolverlo al sano peligro de la reflexión. Es empujar a ser lo que se ice y a decir o que se es, mas allá de la complicidad autosatisfecha del formalismo.

Pero si este tratamiento parece, por el momento, excesivo en una época de paz como la nuestra, podría adoptarse una medida transitoria: abolir el verbo diseñar. Que políticos, financieros, publicitarios, joyeros, etcétera, trabajaran sin la posibilidad de recurrir, verbal o comercialmente, al diseño. Con toda probabilidad, la ausencia de este talismán provocaría un trauma de efectos insospechados, aunque, a la larga, benéficos. Mientras tanto, sólo nos queda la esperanza de buscar, como pobres Diógenes modernos, a un hombre. Que no diseñe.

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