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El inquilino como sujeto de la revolución

Hay dos clases de personas: las que emplean el 50 por ciento del sueldo en pagar el alquiler de su vivienda y las que no. Las otras divisiones, dadas las actuales circunstancias, son simples divertimentos intelectuales. No hay pobres y ricos, proletarios y patrones, nómadas y sedentarios, progresistas y conservadores, hombres y mujeres, blancos y negros: todo eso se reduce a unos que pierden el 50 por ciento de su sueldo en la faltriquera de un se ñor a quien el buen Dios conce dió un piso en patrimonio y a otros que no lo pierden de mane ra tan tonta.Entre esas dos clases de per sonas hay una fractura importan te y definitiva. Los primeros tra bajan 150 dias al año para tener un techo que les proteja de la me teorología y de la indigencia. Los segundos trabajan 300 para lo que les da la gana. Los segundos se van a esquiar a Vaqueira o a Saint Moritz, mandan a sus hijos a colegios con piscina climatiza da y psicólogo lacaniano, se com pran un Volvo pequeñito o un Volvo grande, no miran los pre cios del restaurante en la vitrina de la entrada y emplean parte de su tiempo en imaginar dónde van a gastarse el 100 por cien de sus ingresos netos. Mientras los últi mos eligen estación alpina o dis cuten sobre la atrocidad de poner un motor Renault a una carrocería Volvo, los segundos -que ya empiezan a ser catalogados como los nuevos pobres-, discurren la posibilidad de quedarse a vivir en la oficina, con familia y lo que haga falta, para escapar a un destino no menos trágico que absurdo.

Hay otra diferencia que todavía puede sentar peor y que consiste en que los segundos, si les da por ahí, se pueden comprar un piso. De tal manera, mientras que éstos pueden escapar sucesivamente a la desgracia que somete a los primeros, las gentes de alquiler carecen de esperanza. Un inquilino, como antiguamente un siervo de la gleba, lo es para siempre. Es como un destino. Antes se compraba un piso cualquiera que tuviera un sueldo, ahora sólo puede comprárselo el que ya tiene, y además desgrava. Quien pone el 50 por ciento de sus ingresos, insisto, el 50 por ciento, en un contrato de alquiler puede aspirar como máximo a que el arrendador no se lo cancele unilateralmente según la vena que tenga ese día. Aspiración equivalente también a las del siervo de la gleba cuando rogaba al Omnipotente que no moviera la tierra que pisaban sus pies. Estaba atado a sus cadenas hasta por el temor de perderlas. Pues aquí, igual. Ya es una bendición prorrogar un contrato que es al mismo tiempo nuestro cementerio. ¿Por qué el alquiler no desgrava? No hay respuesta más sencilla: si el alquiler desgravara los inquilinos dispondrían de un sobrante que posiblemente acabaran por emplear en la compra de un piso, con la consiguiente disolución del.salvaje sistema. Y los sistemas, como las amebas o los sociólogos, pugnan hasta el último aliento por sobrevivir. Yo veo en todo esto, tras décadas de flojera subversiva, un motivo para hacer la revolución y, además, un sujeto revolucionario. Decía Trotsky, a cuya lectura como a la del gran padre Mar, tendrá que volver quien se siente verdaderamente inquilino, que as revoluciones se hacen cuan lo ya no queda otro remedio. Puesto que no queda más remdio y puesto que la clase revolucionaria es del todo homogéne a todos padecen con la misma violeicia la barbarie arrendataria), el resultado no puede ser otro, jue la inversión completa de los -valores dominantes en una sociedad de cuyo horizonte haya desaparecido la clase del alquilado.

Lo curioso es que el derecho a la vivienda es un derecho recogido por todas las constitucionesdel mundo. La española no es una excepción, lo que pasa es que aquí los derechos fundamentales hay que pagarlos. Y cuanto más fundamentales son más se cobra. Es una pesadilla sólo imaginar lo que hubiera podido ser la vida de muchas gentes si al cabo de su existencia profesional, les reintegrasen el 50 por ciento del monto total de sus alquileres. Le viene a uno como una fantasía inmobiliaria, de riqueza sin freno. O si se lo reintegrasen ahora: la vida daría un salto mortal hacia una libertad que quien habita gratis un inmueble no puede siquiera sospechar.

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