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Parlamento y televisión

A nadie podrá extrañarle que quien, hace ya no menos de medio siglo, fue oficial letrado de las Cortes y catedrático de derecho político preste atención continua -apasionada antes que curiosa, aunque desde una perspectiva relativamente distante- a los acontecimientos de la vida pública que tienen lugar en este país, tan diferente hoy,Je lo que entonces era. Por supuesto que el cambio de las circunstancias históricas no ha afectado a España de manera exclusiva; al contrario, ha sido un cambio general, y lo que aquí ocurre, al haberse homologado con los de su entorno, presenta caracteres análogos a lo que está pasando a la misma vez en todas partes.Pues bien, muchos de los fenómenos que saltan a la vista como chocantes anomalías son debidos, según yo lo entiendo, a la falta de adecuación entre las instituciones de gobierno y la realidad social básica, una realidad que se ha transformado de arriba abajo por efecto sobre todo de la última fase de la revolución industrial. Al término de la II Guerra Mundial, que abría una nueva época en la historia del mundo, las naciones triunfantes mantuvieron, como es natural, los sistemas de democracia liberal por los que -con interrupciones o sin ellas- venían rigiéndose desde finales del siglo XVIII, mientras las naciones derrotadas, que hubieron de soportar regímenes totalitarios, se apresuraban por su parte a restaurarlas. En cuanto a España, tras de la desgraciada cuarentena que supuso el franquismo, también ha adoptado por fin esas instituciones democráticas, que a pesar de su insuficiencia son las mejores de que se dispone hasta tanto no se inventen otras mejores o se consiga adaptarlas a las necesidades de la actual sociedad de masas.

En cierta medida, tal adaptación empieza a diseñarse ya. Por un lado, la ampliación de las dimensiones que las competencias de poder supremo van alcanzando -primero con el cuadro de las superpotencias diseñado en Yalta y luego con la integración europea en progreso- Y por otro lado, dentro del ámbito de las viejas naciones, con la incorporación a las operaciones de la política de los recién adquiridos recursos tecnológicos, parecería vislumbrarse un reajuste de las instituciones democrático-liberales a las condiciones de esta sociedad en que ahora nos hallamos, de forma semejante a como la representación estamental de la Edad Media pudo transformarse mediante sucesivos retoques en el moderno Parlamento británico.

¿Podrá adaptarse de igual manera ese régimen parlamentario burgués a la presente sociedad? En la del siglo XIX y principios del XX. el Parlamento era teatro donde, con eficaz dramatismo, se formaba la opinión pública y se concretaban las decisiones de poder. En la sociedad actual, esa gran caja de resonancias que, a través de la Prensa, fue el Parlamento parecería haber cedido su puesto a los medios electrónicos de comunicación, la televisión sobre todo, capaces de establecer el contacto, no ya con una minoría lectora de entonces, sino con, las grandes masas de hoy.

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En meses pasados, este veterano testigo del juego político desplegado sobre escenarios diversos que soy yo tuvo ocasión de notar con referencia a las elecciones presidenciales de Estados Unidos el uso perverso a que los medios electrónicos pueden, prestarse en la práctica de la democracia. Nada semejante, por suerte, ha ocurrido has la hora en España, pero sí he podido registrar con alarma lo que acaso pudiéramos llamar una su plantación del papel que, institucionalmente, corresponde al Parlamento en cuanto que los acontecimientos importantes, y aun decisivos para la vida del pais, eran tramitados a la lu de a pantalla televisiva, a la vez que las antiguas categorías y conceptos de mi tradicional derecho político parecían haber perdido vigencia, tal era la confusión de los juicios y apreciaciones que uno escuchaba. Cuando hubiera esperado oír hablar de algo así como de un intente de imposición desde la calle por parte de poderes fácticos -si es que poderes fácticos son aquellos que carecen de autoridad legal dentro del Estado de eJencho para imponer lo que preten(1en-, se oía en cambio hab.ar :le que el resultado (le un dete rrr ¡nado episodio en la pugna de intereses instrumeritada fuera del Parlamento pero -e,io ! í- con intensa cobertura tele, -isiva, bastase para descalific¿ r al Gobierno legítimo. Det o :onfesar mis perplejidades de viejo catedrático el,,- derecho )olítico ante semejante

RAúL descor cierto, así como tambiéri n i entristecida resignación a a idea de que ahora, enestos t.empos que corren, las cosi.s r iarchan por otros caminos, y de que por mucho que los prii cipios de la democracia repres(ntativa sean invocados a cada momento, no se aplican en cfe(to los mecanismos de sus ins.ituciones, es decir,, que no se os considera de hecho válidos para bregar con la realidad atual.

IR.ec,)nfortante ha sido luego para m , sin embargo, el espectáculo i ¡el reciente debate sobre el estaci 9 de la nación, que hube de prei enciar días atrás, como todos el mundo, en la pantalladoméstica. La televisión puede bien cumplir frente a las masas modernas la función que antaño desempeñaba frente a la burguesía la Prensa escrita, al conectar el foro parlamentario con los ámbitos, hoy tan ensanchados, de la opinión pública, y en este caso creo que en efecto la ha cumplido, reconduciendo la lucha política a su centro riormal. El Parlamento -su nombre lo dice- es para hablar, para discutir, para llevar las cuestiones a términos de claridad racional, colocando la pugna política en el terreno marcado por la Constitución y evitando así las cerradas confrontaciones frontales. Creo que este reciente debate sobre el estado de la nación ha supu'esto un paso de importancia considerable en el proceso de ajustar las instituciones tradicionales de la democracia liberal a la realidad social del presente, restituyendo a la cámara legislativa su función política.

Todavía hubiera sido deseable que la clarificación del tema dominante en el debate se hubiese llevado lo bastante a fondo para desentrañar los motivos -complejos sin duda, y tal vez en gran medida contradictorios- que concurrieron el 14 de diciembre al éxito de la movilización popular contra el Gobierno. Quizá algunos de esos motivos -malestar generalizado, digamos, por el mal funcionamiento de los servicios públicos o por los perjuicios y vejaciones que los métodos de reivindicación corporativa infligen a la población- pudieran volverse en definitiva contra quienes pretenden capitalizarlos, y operar en última instancia para beneficio de una derecha menos obtusa de lo que hasta ahora se ha venido mostrando. El tiempo dirá, pero por lo pronto me parece satisfactorio en alto grado que el Parlamento haya sido utilizado, según es lo propio, como catalizador de las posiciones políticas e instrumento de las decisiones de gobierno, y que la televisión haya sido puesta al servicio del interés público conectando el centro del poder legítimo con el cuerpo social, de donde, en último extremo, dimanan sus poderes.

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