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Cuestiones de método

Dicen que Eugenio d'Ors imaginaba el paraíso celestial como un ameno jardín donde los bienaventurados -sentados a la vera de Dios Padre- charlarían eternamente con su Creador, permitiéndose de vez en cuando la libertad de hacerle dulces objeciones. De aceptar como término de comparación las duras acusaciones de UGT contra el Gobierno o las severas críticas de Izquierda Socialista al llamado felipismo, el documento dirigido a la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE por un grupo de distinguidos militantes podría ser clasificado dentro del género dorsiano de los amables reparos al Altísimo antes que como una agria plataforma fraccional. Instaladas en la zona templada de la discrepancia, las críticas del escrito se hallan contrapesadas por el reconocimiento de los merecimientos gubernamentales en ámbitos tan importantes como la consolidación de la democracia, las relaciones internacionales y la política económica.Pese a sus educadas maneras y atendibles argumentos, el documento ha levantado ronchas en los medios oficiales del PSOE, que se han apresurado a despacharlo sumariamente con el argumento de que sus análisis resultan pobres. La pedantería de ese control ideológico de calidad es sólo comparable con su escasa pertinencia. Nadie debería exigir a un escrito de cinco folios, que se propone únicamente abrir dentro del PSOE la discusión aplazada desde el 14-D, la riqueza y la profundidad de una tesis doctoral. Por lo demás, la descalificación del documento mediante la atribución de propósitos secretos a sus firmantes recuerda el chismorreo malicioso de las comadres para rechazar cualquier novedad que altere la rutina pueblerina. Las reticentes alusiones a la circunstancia de que algunos de los firmantes hayan desempeñado cargos de responsabilidad en anteriores Gobiernos socialistas no deberían ser admitidas en ventanilla como argumentos legítimos para un debate democrático. La sórdida teoría de que las opiniones discrepantes de un político apeado del poder respiran necesariamente por la herida de su cese y quedan invalidadas por sus biliosas motivaciones no hace sino proyectar sobre el acusador la miseria moral de la gente dispuesta a cambiar automáticamente de camisa si se la designa para un cargo público. De añadidura, esa explicación denigratoria nos haría retroceder a la época en que los franquistas acusaban a la oposición democrática de actuar por puro resentimiento.

Dado que los más destacados firmantes del escrito han sido administradores eficientes de la cosa pública, sus críticas reciben el aval suplementario de su experiencia de poder. Gestores como Julián Campo, María Gómez Mendoza, Luis de Velasco, J. Francisco Martín Seco o Pedro Sabando no deberían ser puestos en berlina por un Ejecutivo que acaba de recompensar los desastres telefónicos de Luis Solana -siguiendo la sabiduría popular de que más vale tonto en mano que cien l¡stos volando- con su nombramiento como director general de RTVE. Por lo demás, el testimonio crítico de estos discrepantes con conocimientos prácticos de las diferencias que separan la literatura de las matemáticas mueve aparatosamente el trazado de la frontera siempre incierta entre lo que un Gobierno de izquierda debe llevar a cabo por mandato de sus electores y lo que efectivamente puede hacer a la vista de las circuristancias adversas.

Felipe González ha reconocido la legitimidad del incoado debate propuesto, sólo para recordar a renglón seguido la existencia la de un corsé reglamentario que lo circunscribe. El argumento según el cual las discusiones en el seno de una asociación voluntaria debe ajustarse a los cauces y límites definidos por unos estatutos libremente aceptados por los militantes es tan diáfano en la teoría como opaco en la práctica. El poder dentro de un partido -sostiene la ley de hierro de la oligarquía teorizada por Robert Michels- tiende a ser patrimonializado por una minoría que se perpetúa en la titularidad de su dirección y que coopta a una obediente clientela mediante procedimientos sólo formalmente democráticos.

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En verdad, no deja de resultar paradójico que los afiliados a los partidos políticos dispongan en España de muchas menores garantías, derechos y libertades como militantes que como simples ciudadanos. Las comisiones disciplinarias suelen actuar como juez y parte a la hora de dirimir los pleitos de los dirigentes con los discrepantes. Y mientras que la libertad de expresión de los líderes no conoce restricciones, los críticos normalmente ven recortada su voz dentro de la organización y su capacidad para opinar ante la sociedad.

Más allá de las cuestiones de método, la vida pública española podría enriquecerse si el debate iniciado dentro del PSOE no fuese coartado por una Administración burocrática de su desarrollo. Porque buena parte de los asuntos planteados en este documento -desde el agravamiento de las desigualdades de renta hasta el auge de la especulación, pasando por la quiebra de los valores defendidos hasta 1982 por la izquierda y la crisis sindical- no interesa sólo a los 150.000 militantes del PSOE, sino también a sus ocho millones de votantes. Ahí radica precisamente la clave de ese "evidente distanciamiento entre el país real y el país oficial" que los autores de este escrito lamentan.

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