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Examen de conciencia de un católico

El católico está hoy en una profunda crisis. De la inflexibilidad dogmática de ayer ha pasado a la inseguridad vacilante de su postura actual. Lo de antes estaba tan claro que no podía comprender que otros pensasen de distinto modo que él, pero esta actitud ha pasado a desvanecerse. El católico ha pasado a ser víctima de una confusa neblina que todo lo desdibuja.Éste es el resultado de su anterior intransigencia, que no sabía aceptar lo mucho de relativo que tienen todas las posturas aparentemente claras. No era la realidad la que gobernaba su pensar y su actuar, sino las subjetivas concepciones que de ella se forjaba, proyectando sobre su exterior lo que él llevaba por dentro, y que resulta demasiado corto ante la riqueza inmensa de lo real.

Para asegurarse más, este creyente ingenuo se aferraba duramente a unos dogmas teológicos de modo infantil y sin matices. El pecado de Adán se entendía como lo haría un niño, ya que sólo lo lavaba el bautismo, y la salvación no podía conseguirse sino dentro de los cauces rígidos de la Iglesia. Se olvidaba la observación -hoy conquista de nuestra cultura científica- de Merleau-Ponty de que cualquier signo "no puede ser enunciado particularmente". Las proposiciones lineales, que presentan los dogmas sin matiz, como piedras lanzadas por la honda al que te escuchaba, no podían representar la riqueza de la verdad. Ésta última es demasiado plena para encerrarla en tan estrecho vestido. "El sentido no aparece más que en la intersección, y como en el intervalo de las palabras", sigue diciendo Merleau-Ponty. No en lo claro, sino en el claro-oscuro es donde está lo real. Los signos que son las palabras, y el sentido que tienen las frases, no vienen directamente de ellas mismas, sino de la intersección, porque todo lo recortado, individualizado y demasiado particular es equívoco.

Acudíamos los católicos al socorro de un santo teólogo que lo había pensado ya todo por nosotros. Siete siglos de diferencia cultural, que casi eran un abismo, se saltaban imaginativamente, haciéndolos desaparecer de nuestra vista. Tomás de Aquino ya lo había dicho todo por mí, y mejor que lo podía decir o pensar actualmente yo. Bastaba, como había pedido el papa León XIII a finales del hirviente siglo XIX, refugiarse en su regazo y amamantarse de sus pechos para solventar todos los problemas del mundo moderno y contemporáneo.

Nuestra inteligencia estaba hipotecada por un pasado que no podía volver porque estaba demasiado alejado de nosotros. Y, dentro de la inteligencia, especialmente nuestra razón era la esclava de una teología que se nos suministraba desde arriba, sin dar opción a pensar por cuenta propia.

Ahora estamos pagando los católicos las consecuencias de este error. Y para vencerlo no se trata de arreglar las cosas por fuera, como hacen muchos creyentes progresistas. Ni, por supuesto, dar nostálgicamente un imposible salto atrás, como quieren los integristas.

Nos hemos equivocado, y hemos de rehacer nuestra creencia sentándola sobre bases más firmes que las que utilizamos en tiempos incluso recientes. Hemos de volver a reivindicar la primacía de la inteligencia, pero en sus dos aspectos de intuición y razón, de acercamiento vital a las cosas y de reflexión serena de ellas.

Los oscuros atractivos que vienen de un Oriente generalmente mal comprendido, y que en todo caso no corresponde a veces ni a nuestro carácter ni a nuestra estructura, han de ser puestos en su justo punto. Porque, ante el desmoronamiento de lo de ayer, echamos nuestra vista hacia lejanas tierras que vienen con mensajes que nos admiran porque son el reverso de la medalla que ayer venerábamos.

Si ayer fuimos demasiado prosaicos, y empleábamos un razonamiento infantil, hoy no podemos tampoco cerrar los ojos y dejarnos envolver por la vaporosa atracción de músicas celestiales que no nos pueden satisfacer plenamente a quienes nos sentimos frustrados por haber ejercido un simulacro de razón, pero no la auténtica fuerza de una sólida inteligencia.

Alain, el gran educador francés, decía: "Geometría y poesía, eso basta". Necesitamos las dos cosas. Verdadera razón y verdadera poesía. No simulacros infantiles de razón, ni simulacros ingenuos de poesía sin valor.

Los seres humanos necesitamos nada menos que al poeta Homero y al sabio Tales: no al uno o al otro.

Y el católico, con el bagaje de su fe, necesita esto todavía más, para que la fe no se convierta en una delicuescente rima de mal versificador; ni tampoco en esa escolástica de la razón pedestre que usaban los dominicos hace unos años en Salamanca, y que indignaban al creyente Unamuno. Cuando un hombre o una mujer usan de esta nueva inteligencia allí donde ponen la vista o el oído, pueden sacar el filón que hay en todo pensamiento o en toda cosa, y proyectar sobre ello lo mejor de sí mismos.

Necesitamos del geómetra Pascal, que preconizaba, como paliativo de su racional sequedad, el espíritu de finesse . No olvidemos nunca que el hombre es una caña sin consistencia; pero es una caña pensante, y ésa es su fuerza.

Y del metafisico Le Roy, el católico presionado contra las tablas por la jerarquía eclesiástica de su tiempo y hoy precursor de muchos pensamientos obvios en el abierto creyente que quiere seguir siendo el católico, a pesar de su Iglesia cuando le impide el ejercicio de su razón y de su conciencia. Ya no puede ser nunca una pobre oveja muda, como le quería el alto estamento eclesial de otras épocas, no del todo superadas todavía entre nuestras filas, a juzgar por la persecución, que quiere permanecer oculta, de teólogos como Estrada, Castillo y Forcano, o revistas como Misión Abierta.

Volver a las raíces

Propugno volver en lo religioso a nuestras raíces occidentales, enriquecidas por una sana intuición al estilo oriental. No a ser un mal imitador de orientalismos románticos sin fuerza, que no nos van. Porque en nuestra tradición encontraremos también lo que fuera pedimos prestado, y lo hallaremos más adaptado a nosotros que acudiendo a lejanas tierras de espejismos que pueden ser engañosos para nosotros, porque nuestra estructura está hecha de otra manera.

Husserl fue quien recomendó vivamente "haceos cada ser", sin necesidad de acudir a identificaciones cósmicas extrañas y ficticias de gurús sin categoría.

¿Por qué no seguimos también el consejo de Albert Camus de "gustar plenamente el momento que pasa", sin necesidad de beber demasiado beatamente en las fuentes de Krishnamurti?

¿0 hacer caso a Bergson cuando nos pide que tomemos la postura, para curarnos de nuestras pobrezas mentales, de "seguir las ondulaciones de lo real", sin tener que hacer ningún extraño ejercicio inspirado sólo en el Vedanta? ¿Y ver el creyente occidental a Dios como el impulso creador que hay en el fondo de la evolución creadora, que todo lo mueve hacia adelante y hacia mejor, sin caer en las fantasías inoperantes de cualquier gurú?

Si la sequedad geométrica de la escolástica ya no nos va, tiene abierto el camino una nueva razón vital religiosa, como propugnaba Ortega. Que está esperando nuestro esfuerzo personal, y no la obediencia ciega de ayer, o el papanatismo de la última moda de hoy.

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