El niño sirena y otros pájaros
Acabada de ver una espantosa y criminal película norteamericana, condecorada con dos oscars, leo que en un hospital de Murcia nació un niño sirena, es decir, con las extremidades inferiores unidas, formando al final como la cola de ese maravilloso pez, mitad mujer de hermosísimos senos, larga cintura y grandiosas nalgas, de las que parte una luciente cola, atrayendo con su canto seductor a los marineros. Pienso en seguida en mi primer libro, Marinero en tierra, en el que hay una canción que comienza: "Branquias quisiera tener / porque me quiero casar. / Mi novia vive en el mar / y nunca la puedo ver". Yo jamás llegué a seducir a una sirena. ¡Qué extraordinario hubiera sido dormir con una sirena bajo las olas! Branquias quisiera tener... Tal vez ese niño sirena pudiera haber sido mío, arrojándolo hoy al mar de Cádiz, dándoselo por cuna, azulada y movida por el arrullador levante. Lo que ahora me hace penar es que este niño no sea literalmente mío, pues el amor que yo hubiera sostenido con una sirena hubiera sido único e inmenso. ¡Cómo la hubiera poseído en el lecho del mar, allá en mis años juveniles, e incluso ahora!Dicen las mitologías que las sirenas no tienen sexo, sólo altos senos, ancho culo, resbaladas caderas; que son hijas de un dios-río y de una de las nueve musas, con las que compitieron por su hermosura, a quienes derrotaron y arrancaron las plumas o escamas. Avergonzadas, se retiraron a las costas de Sicilia, donde su canto trastornaba a los marineros, haciendo que sus navíos se estrellasen contra las rocas. Sólo los navegantes que pudieron burlarlas fueron los Argonautas, sustraídos a su influencia por el canto divino de Orfeo. Luego se dice que Ulises, para liberarse de su canto, se taponó con cera los oídos, atándose al mástil de la nave. Más tarde se dijo que todas las sirenas murieron, pero eso no es verdad pues yo las he visto entre los delfines del estrecho de Gibraltar, por la bahía de Cádiz, durmiendo distraídas contra las rocas del Castillo de Fuentebravía, en el puerto. Y fue allí cuando yo, apenas tenía 18 años, intenté violar a una en una noche de luna esplendorosa.
También es verdad que una enorme gaviota de alas tajantes quiso atacarme en ese momento. Nunca he sentido un aire más violento sobre mí, sobre mis hombros, sobre mi cabeza. Eran celos, sin duda, los que la impuIsaban a su ataque. Y me acordé del soneto de Baudelaire que comienza: "Por divertirse, a veces, prenden los tripulantes, / los albatros, inmensos pájaros de la mar". Yo nunca he tenido entre mis brazos a una gaviota. Las he sentido pasar cerca de mi frente, casi rozándomela con sus alas, y sin embargo he podido ver a miles de ellas muertas en las playas hirvientes del mar de Huelva. Tristeza y llanto, aquel inmenso cementerio de alas extensas, inmóviles. En cambio, las gaviotas viajeras; las he visto en Roma, rodeando la cúpula de San Pedro y descender a las aguas del Tevere para pescar los sacios detritus que arrojan las cloacas del Vaticano. Eso sí. Nunca he visto pasar a una sirena bajo los arcos del puente Sisto ni del de Sant Angelo. En cambio, he visto desembarcar sirenas del vaporetto en la veneciana plaza de San Marcos y domir bajo el puente de las Tetas, bello y prometedor en otros tiempos, cuando Venecia se adornaba con demasiados invertidos y el dux autorizó a las damas pasearse con las tetas al aire y se concentrasen exponiéndolas sobre las balaustradas de aquel puente.
¡Oh! Mientras escribo esto, creo que ya no es un solo pájaro, el que acude a mi terraza. Ahora he puesto entre los arriates colgados un platillo con alpiste y veo que aquel pajarillo, que me recordaba al que visitaba en su soledad al prisionero del viejo romance de León, ha traído a dos más, que se regocijan comiendo, saltando y enganchándose a veces, antes de partir, a los cordones que sostienen el toldo. ¡Qué maravilla! Nuevos pájaros para contemplar desde mi pierna averiada.
Pero estaba hablando de las sirenas y del niño sirena que arrojé a la bahía gaditana para que en ella hubiese algo nuevo, inesperado, distinguiendo a la bahía de todas las demás.
Y a todo esto resulta que en el mismo hospital de Murcia ha nacido también un niño cíclope, es decir, con un solo ojo, un hijo de Polifemo, un ojanco, como para vivir en las costas de Sicilia y dormir dentro del Etna, al cuidado de su padre, el inmenso y temible enamorado cíclope. Esto sí que es un extraño prodigio. Podrá crecer, seguro, pero habrá que llevarlo también al mar, tal vez al de Sicilia, y se repita la prodigiosa fábula, enamorándose quizá de una nueva Galatea, una posible bañista americana.
Ahora, que es todavía tan pequeño, podré llevarlo disimuladamente, en un barco, hasta las costas sicilianas, subiéndolo luego a las bocas del Etna, para que allí lo adopte Polifemo y un día lo baje a las costas llenas de hermosas bañistas y allí pueda repetir, entre las yedras y las playas, la hermosa fábula gongorina.
"¡Oh bella Galatea, más suave / que los claveles que tronchó la aurora ... !".
Pero me sucedió que cuando una noche lo robé del hospital de Murcia y me embarqué con él en Cádiz para llevarlo a la isla italiana, se me murió y tuve que arrojarlo al mar ya cerca de las costas de Agrigento. ¡Lástima grande!
Llaman a la puerta. Llega ahora el correo. Entre otras, una carta de El Puerto de Santa María, sin firma, en la que se me da cuenta de diversos acontecimientos que sucedieron el 16 de diciembre de 1902.
Copio literalmente:
"El presbítero don Ricardo Luna bautizaba el 24 de diciembre de 1902, en la Prioral, a un hijo de los señores de Alberti -don Vicente-, que recibió el nombre de Rafael Valentín, Ramón, Ignacio, de Nuestra Señora de Belén, siendo sus padrinos sus tíos don Agustín Merello y doña María Alberti. Terminada la ceremonia, fue colocado, como todos los portuenses, bajo el manto protector de Nuestra Señora de los Milagros...".
Como véis, no se trata de los ocho nombres de Picasso.
Copyright Rafael Alberti
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