El viaje de Baker
EL VIAJE europeo del nuevo secretario de Estado norteamericano responde a una posible revisión de la política de seguridad seguida hasta ahora y que requiere una consulta con los otros miembros de la OTAN. Quizá el ritmo acelerado de la mayor parte de sus visitas no le haya permitido profundizar en las cuestiones abordadas, pero el gesto de James Baker merece ser valorado por lo que tiene de predisposición a tener en cuenta las opiniones europeas.La etapa esencial del viaje fue la de Bonn. La RFA ocupa un lugar clave en política de seguridad, y en mayor medida ahora, cuando las actitudes de Gorbachov permiten aventurar la viabilidad de reducir los armamentos. La próxima apertura en Viena de las negociaciones sobre el desarme convencional enmarca el nuevo brote de conflicto entre la RFA y EE UU sobre la renovación de los misiles nucleares de corto alcance, todos ellos instalados en Alemania. Los sondeos de la RFA señalan que el 85% de los encuestados se opone a dicha renovación. Un dato esencial para Kohl, que tiene encima tres elecciones regionales y las generales de 1990.
Sin embargo, este conflicto desborda el ámbito armamentístico. En su trasfondo se manifiestan las nuevas corrientes que circulan por Europa. La actitud alemana occidental -pueblo y Gobierno- refleja no tanto un encantamiento por las ofertas de Gorbachov como una toma de conciencia de que el desarme debe encuadrarse en un proceso de cambios progresivos en la Europa del Este, y del que pueden derivarse posibilidades inimaginables para la seguridad occidental. Desde una perspectiva europea, la posición de la RFA de esperar a ver lo que dan de sí las negociaciones de Viena es sensata y debería tener un apoyo más resuelto de los otros Gobiernos de la CE.
La reforma de Gorbachov desencadenó un movimiento sísmico del que ya se observan consecuencias positivas para el pluralismo político en Polonia y Hungría. Estos cambios exigen que Europa occidental aplique una política global hacia el Este que favorezca las corrientes democratizadoras y ayude a las reformas económicas. Lo que se perfila no es una casa común europea hegemonizada por la URSS, sino unas interconexiones en nuestro continente más intensas que nunca, con una relajación de las fronteras políticas y mejores condiciones para la seguridad de todos.
Detrás de la negativa de la RFA a la renovación está la voluntad de tener en cuenta los nuevos derroteros. Estados Unidos no ignora las nuevas realidades que se abren paso en Europa. El plan de Kissinger -sometido al Gobierno de Bush, y cuyas líneas maestras aparecieron en estas páginas (véase EL PAÍS del 5 de diciembre de 1988)- tiende a preparar un acuerdo tipo Yalta entre la URSS y EE UU para garantizar a los soviéticos que la democratización en el Este no será aprovechada con fines desestabilizadores, y que los regímenes que nazcan no serán antisoviéticos. En este contexto, EE UU podría disminuir su presencia militar en Europa y sus gastos de defensa; mientras Washington baraja proyectos de esa índole es incongruente que reaccione con dureza contra Bonn. Pero su objetivo es que Europa le ayude a consolidar las posiciones de fuerza para que luego EE UU -como en casos anteriores- pueda negociar y llegar a acuerdos. Esta vez Europa no puede aceptar un papel subalterno porque está en juego su propio destino. La fidelidad a la Alianza no está reñida con una política europea de largo alcance ante los cambios en el Este.
El peligro de una evolución de la RFA hacia el neutralismo es inexistente hoy. Nadie, ni en el Este ni en el Oeste, acepta un Estado de una Alemania unificada. Las raíces occidentales de la política de la RFA son muy fuertes y no hay razón para que se debiliten, pero ello requiere que la CE sepa sacar las consecuencias de las innovaciones que se perfilan en el Este. Si no lo hace, si los alemanes occidentales sienten que nadie les acompaña en su lógico deseo de estrechar las relaciones con el bloque socialista, podría cobrar fuerza la tentación de dar prioridad a un resurgimiento centroeuropeo.
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