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Cursillo

Rosa Montero

En el zurrado ánimo del ciudadano medio siempre han anidado cierta sospecha sobre la malignidad de los magnates y el deseo oscuramente reivindicativo de que los ricos también lloren. De ahí que gustara tanto Falcon Crest. Pues bien, ahora tenemos un Falcon Crest de la vida real y a domicilio. Me refiero, claro está, al asunto Albertos y demás, con su aderezo de enemistades tremendas, supuestas conspiraciones malandrinas, amores tempestuosos y ojos millonarios anegados de llanto. Apasionante.La cosa tiene sus puntos negativos, desde luego. Por ejemplo, resulta ciertamente desalentador que se hayan puesto de moda los malabaristas del dinero, y que los figurones populares de hoy en día, en los que las gentes se contemplan, no sean ya toreros ni folclóricas, sino esa nueva especie, mucho menos inocua, de fieros paladines del enriquecimiento a toda costa. Y, por otra parte, no me digan que no es espeluznante que los nuevos imperios económicos del país, tan vertiginosamente levantados, se revelen lo suficientemente frágiles como para que un asunto de quítame allá esas faldas pueda quizá resquebrajarlos.

Pero todo esto no es más que una minucia, comparado con el bien social que trae esta historia. Desde que brotaron a la luz Mario Conde y los Albertos Sisters, el pueblo ha empezado a enterarse no sólo de quiénes son los que mueven los hilos del dinero, sino también del cómo. Antes el poder real era una nube oscura, impenetrable. Allá arriba, se decía el ciudadano, habrá alguien que, como Dios, mangonea mi vida desde una altura inalcanzable. Pues bien, ahora los dioses se han revelado, y son antropomórficos, finitos en su poder y debiluchos. Desde lo de la Chávarri, el personal se está empapando de las noticias económicas. Ahora todos sabemos un montón sobre fusiones, fisiones y otros conocimientos fundamentales pero herméticos. Nunca podremos agradecer bastante este cursillo educativo. Porque el conocimiento, dicen, hace más libres a los pueblos. Lo mismo a Gozalo le han echado por eso.

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