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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Réquiem

EL MUNDO se ha convertido en una aldea en la que cualquier intento de dominación cultural está llamado al fracaso. Washington y Moscú comienzan a entenderlo. En el manifiesto firmado recientemente en Colonia por 163 teólogos se adivinan dos vertientes: la de las cuestiones puramente teológicas y la de protesta contra una pretendida dominación cultural del Vaticano. La primera es una cuestión interna de la confesión religiosa mejor instalada en Occidente. La segunda tiene una trascendencia exterior en la medida en que se trata de la denuncia contra una forma despótica de ejercer la autoridad.Una cosa es la jurisdicción universal del Papa para nombrar obispos allí donde esté implantada la Iglesia católica, y otra, el uso que hace de ese derecho para imponer pastores conocidos por su integrismo, sin tener en cuenta, además, el punto de vista de las iglesias locales afectadas por el nombramiento. Cualquier gobernante tiene derecho a elegir a sus colaboradores más fieles. Pero si en esa elección se excluye a los hombres con libertad de criterio, a los que no se identifican completamente con un modelo cultural, a los que expresan el más mínimo disentimiento, estamos en presencia de un fundamentalismo sectario que esteriliza las raíces del pluralismo y de la creatividad típicamente occidental. Los teólogos denuncian el exclusivismo y la más estricta unanimidad que parecen predominar en la política de nombramientos. Denuncian también las trabas crecientes a la libertad de investigación y el enfrentamiento doctrinal de la escuela romana con el pensamiento científico.

El manifiesto es un réquiem a la catolicidad. Se han quebrantado los usos y costumbres de las iglesias del corazón de Europa. Asistimos a un proceso burocrático de jerarquización monocorde en la Iglesia católica, dentro del cual el más mínimo disentimiento es juzgado como un atentado contra los dogmas. Se reorganiza el aparato eclesiástico de manera que no quepan en él las pertenencias parciales ni disidencias en grado alguno. Se olvida que la auténtica fidelidad tiene que expresarse no pocas veces por medio del disentimiento o de la crítica y no en el halago y la adulación. La discrepancia en algunas cuestiones concretas de moral sexual, como la del obispo de Seattle, monseñor Hunthausen, y actualmente el francés Jacques Gaillot, pastor de Evreux, confirma el voluntarismo teológico de visión cultural totalizante de la curia romana. Perece la catolicidad cuando no se respetan las identidades culturales.

Sin pretenderlo, el Papa acaba de responder en un largo documento sobre la misión de los laicos en la Iglesia a algunas de las cuestiones que plantea el manifiesto de los teólogos. La exhortación pontificia no logra descubrir en los seglares otra cosa que instrumentos o mediadores, sin situarlos en la categoría mínima de pensadores. Los centros de pensamiento y de decisión van a seguir cerrados a las mujeres. El discurso liberador del Papa en tantos países de opresión es desmentido por la propia organización que él y sus colaboradores están promoviendo.

De nuevo vuelve a confundirse la predicación del evangelio con la colonización de una cultura romana que parecía haber hecho crisis en el concilio. La tensión creciente entre esa moral romana y la conciencia individual, especialmente en el campo de la procreación, termina por alejar de la Iglesia a una inmensa mayoría de mujeres y de hombres practicantes. El drama de la cultura católica se muestra en su misma incapacidad de reproducirse en las nuevas generaciones. El orden mundial y la propia integración europea se ven amenazados por la intolerancia de unas minorías protegidas por Roma que excluyen y queman en la hoguera cualquier brote de diálogo necesario en el pluralismo cultural de nuestro mundo. No se reconoce en la práctica de cada día el carácter dialogal de la cultura occidental, cuyas naves sirvieron de vehículo al evangelio. El manifiesto de los teólogos alarma como la válvula de seguridad de una conciencia colectiva sometida a presiones excesivas.

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