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'Strip tease' nacional

La medida del escándalo público es casi siempre arbitraria, en ocasiones caprichosa y frecuentemente poco acorde con los usos de la razón. Por ello, escandalizarse de lo que otros se escandalizan constituye un ejercicio sin objeto, una pasión inútil. Y deducir principios generales en tomo a la salud pública de un pueblo sobre la base de lo que, en determinadas circunstancias, puede moverle a escándalo es juego más bien peligroso. Dicho esto, hay ocasiones en que resulta difícil sustraerse a la tentación de sacar alguna conclusión. Véase si no: mientras en Francia lo que conmueve estos días a la opinión pública es el enriquecimiento fraudulento de personas próximas al poder que se han aprovechado de informaciones privilegiadas para hacer fortuna, en España, a juzgar por los ríos de tinta vertidos y los miles de palabras gastadas, lo único que parece preocupar son los amores ocultos de uno de esos nuevos magnates del dinero.Llevar al extremo las conclusiones que de ese paralelismo podrían deducirse implicaría, desde luego, un estudio más riguroso del que pueda hacerse aquí sobre la naturaleza de los medios que dan cobertura al episodio de marras, sobre el impacto real de esas informaciones -más allá de lo puramente inmediato- en el conjunto de la sociedad y, en última instancia, sobre la capacidad de crear opinión de los medios de información en España. Entre tanto, el caso en cuestión invita a algunas reflexiones provisionales sobre la subversión de determinados valores sociales en una España aparentemente fascinada por el fenómeno de riqueza y sobre los límites de lo público y lo privado.

En un país donde la posesión de los bienes de fortuna comienza a convertirse en la medida casi única del éxito, la aristocracia del dinero -sobre todo. si está representada por jóvenes burgueses no entroncados con las viejas familias- ha ido desplazando a la antigua aristocracia de la sangre como sujeto de curiosidad pública y a la del mérito y la inteligencia como patrón de imitación. Y ello es más verdad en la medida en que ese progresivo enriquecimiento, demasiado fácil para algunos, está contribuyendo a sentar las bases de la llamada sociedad de los tres tercios, en la que las bolsas de pobreza y marginación se hallan cada vez más lejos del centro y, por tanto, son casi irredimibles: cuanto más desposeído se es, más se convierte en punto de referencia aquel que todo lo posee. Un pobre se cambiaría por un rico, no por un Nobel de Literatura. Los socialistas tendrán que rendir cuentas algún día por el hecho de que los cimientos de ese pernicioso dualismo se hayan echado con ellos en el poder. La huelga de diciembre es probablemente, entre otras cosas, el primer vencimiento de la deuda contraída.

Ahora bien, el dinero no lo es todo. Ése es el consuelo, desde luego, de los que no tienen dinero. Pero ha sido también verdad para quienes lo tenían en esta vieja y católica España, hija predilecta de la Contrarreforma. Siendo siempre de origen sospechoso -vale decir, pecaminoso- la súbita adquisición de bienes materiales, la pureza de sangre exigía otras y más 3eguras pruebas. Y, como el dinero todo lo compra, algunos (le los nuevos tocados por la fortuna han buscado la parte del pedigrí que les faltaba en un extraño apareamiento con los restos de una casta caduca, profundamente obscena en sus costuinbres, cuya única función social ha quedado reducida, con la inestimable colaboración de una patulea de advenedizos, aprovechados y alcahuetes, en lamentable espejo cóncavo de los desheredados. Quien hasta hace poco era apenas una de las mitades de una entelequia llamada los Albertos parece haber recuperado su identidad con nombre y apellido sólo después de que se aireasen sus amores secretos con una muy fotografiada, hija de la aristocracia, esposa de un marqués.

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Esos ritos iniciáticos de acertación -a menudo adornados por las trapisondas sexuales que acompañan a tales ceremonias- consagran al beneficiario como uno más de la no tan numerosa tribu que planta su tienda cada semana en las cuatricromías kitchs que pueblan nuestros quioscos. El peaje a pagar es obligado: la curiosidad pública es el inevitable corolario del exhibicionismo; la persecución informativa, la consecuencia de la exposición urbi et orbe de las propias vergüenzas.

Lo cual nos lleva a la segunda ciestión, porque con esta devoción por el transformismo desaparecen muchos de los límites que las convenciones sociales -y en su caso las normas jurídicas- establecen entre vida pública y privada (entiéndase, las vidas públicas y privadas de aquellos que han elegido ser personas públicas). Las segundas constituyen una prolongación natural de las primeras, y éstas, una exigencia de aquéllas. En ocasiones, además, esa vida íntima por cuya privacidad se clama cuando queda expuesta en la plaza pública es objeto de un desvergonzado comercio por sus protagonistas, lo que exculpa de inmediato a quienes establecen en torno a ellas un segundo mercado derivado de aquél. Resultaría patética la defensa que, en esos supuestos, se hace de la intimidad, si no fuera por jue es mucho más fuerte la sospecha de que esas proclamas se dirigen, más bien, a elevar la cotización de la próxima exclusiva mundial de carácter confidencial. Los tribunales ya no se tragan tan burdo anzuelo y los jueces empiezan, afortunadamente, a rechazar determinadas denuncias en defensa del honor y la privacidad.

En esta especie de strip tease nacional de sesión continua, algunas publicaciones y emisoras están lanzadas en una loca carrera por ver quién se hace con la última pieza abandonada en el escenario por la danzante de tumo y venderla después, con un más que dudoso beneficio, en el mercadillo de interiores establecido al efecto. Y en esa batalla están siendo desnudados, con frecuencia, justos por pecadores. En estos días, el Parlamento británico debate una nueva legislación para hacer frente al avasallador fenómeno de los tabloides amarillos. La autorregulación profesional (en el caso británico encarnada en el Press Council) es siempre mejor medicina que el establecimiento de cortapisas jurídicas a la libertad de expresión: una vez abierta la peligrosa veda de los límites nada garantiza que la caza de brujas se detenga en cuestiones de alcoba. Los medios de información deben ser libres para publicar lo que crean oportuno; después tendrán que responder ante los tribunales de los posibles excesos. Pero en el debate sostenido en los Comunes, el diputado laborista que defiende el proyecto describió un fenómeno que traspasa las fronteras de las islas. Muchos periodistas, dijo, "son conscientes de hasta qué punto es dificil trabajar en un marco en el que el director no se interesa por la búsqueda de la verdad, sino que pide al periodista que cuente una historia determinada".

Y para terminar, sólo una reparación. La fama y sus protagonistas son algo mucho más serio que esa feria de vanidades e impudicias que constituye en realidad lo que se conoce por el mundo de los famosos. Porque, parafraseando una sentencia senequiana, la popularidad y la gloria de papel dependen del juicio de los más, pero la fama y el renombre duraderos dependen del juicio de los mejores.

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