Quevedo-Rosales, algo más que un eje urbano
Con medias verdes y falditas cortas, las colegialas corren hacia su autobús, y corre, como si fuera tras ellas, el cura de sotana, como alma que lleva el diablo, para tomar el mismo vehículo, que le lleva a dar sus clases de religión. Zumban las secretarias hacia la boca del metro. Todo el mundo va con retraso. Hasta los perros -la pareja de dálmatas, el doberman altivo, los perritos madrileños ladradores- tienen también prisa para correr al corralito diminuto -que ha puesto el Ayuntamiento en la plaza del Conde del Valle de Suchil- donde tranquilizar la corriente mingitoria que han contenido durante la noche.Las ocho, las nueve de la mañana, es una hora apresurada entre Quevedo y San Bernardo. El barrio de Maravillas duerme aún: suele pasar malas noches, y largas, y alcohólicas o tensas, por los vecinos que esperan con palos y cadenas a los de la mala vida, que ya apenas van. En las viejas ventanas se orean las sábanas y los colchones junto a la flor del barrio, el geranio. Ésta es zona de gatos huidizos manchados por el aceite de bajo los coches. Los vecinos dejan platillos con leche y sobras en las ventanas de los semisótanos: un tributo casi egipcio al animal misterioso. Los viejos que toman, el sol, cuando lo hay -el "bermejazo platero de las cumbres a cuya luz se expulga la canalla", en versos madrileños de Quevedo-, oyen a uno de sus sabios que hay menos murciélagos por que los mosquitos han inventado un sistema de radiaciones que desorienta el radar del enemigo. Gatos, perros, murciélagos, golondrinas, son la fauna del barrio. Y jóvenes. Muy distintos. Los del margen, los de las ojeras, los de los bares nocturnos, que esperan algo que nunca llegará -sé de uno que al morir pidió que sus cenizas se esparcieran en la plaza del Dos de Mayo-, hasta los que van, por lo que fueron bulevares, hasta el ICAI, donde los jesuitas enseñan su ingeniería: elegantes, sin prisas, ligando ya, y los de la calle de la Princesa hacia la Ciudad Universitaria, apretando el futuro metido en la cartera. Pasan por el laberinto subterráneo de Galaxia, en cuyas fuentecillas nadan las jeringas.
Calles de bares tristes, con las moscas lanzando su espiritrompa sobre las tapas; bares vacíos por la mañana, salvo alguna visita de los jubilados, donde no les dejan beber alcohol. Ni fumar: qué crueldad. Hasta que se llega a Rosales: el metro cuadrado más caro de Europa, los pubs con nombres extranjeros, las terrazas de enfrente de la acera rica, con los coches de lujo, con otro idioma -otro argot- Si es temprano, están algunas furgonetas por cuya puerta entreabierta se ven piernas largas y desnudas: son las chicas que han terminado de hacer los mercados y esperan allí clientes mayores con erección matinal. Y cuando se van a dormir aparecen otras en coches de mejor casta, para clientes con corbata...
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