Concurso
El tribunal lo formaban tres capataces, de los cuales uno lucía dientes de estaño, y en aquella hoya calcinada que se parecía al valle de los profetas estaban esperando más de 1.000 concursantes a un puesto en la inmortalidad. El examen iba a comenzar enseguida. Consistía en cavar la propia tumba. A los aspirantes se les había otorgado un pico y una pala, y a sus pies tenían un pedazo de tierra para realizar este ejercicio práctico. Según las reglas de la convocatoria, la única plaza se adjudicaría a quien realizara el trabajo con mayor rapidez, profundidad y limpieza. En su mayoría eran jóvenes insomnes y desesperados, artistas que simulaban ser mendigos; poetas y filósofos, echadoras de cartas, adivinos y toda clase de seres macilentos. Bajo un sol de justicia, el capataz de los dientes de estaño, con un megáfono, dio la orden de salida, que sonó con cuatro ecos en las paredes de la cañada, y al instante todo el mundo comenzó a picar con inusitado ardor levantando una espesa polvareda.Había sólo una plaza para la inmortalidad, y unos tuvieron más suerte que otros. En algunas partes de la ladera la tierra era leve, y allí las tumbas brotaban sin esfuerzo. En cambio, había zonas donde las breñas hacían muy duro el trabajo, pero ni uno solo de los aspirantes a la inmortalidad dejó de luchar ferozmente con el pico y la pala durante cinco horas seguidas. Cumplido este tiempo reglamentario se oyó el silbato, y entonces cesó por completo el fragor de las herramientas. La nube de polvo se fue abriendo con lentitud, y dentro de ella apareció la sombra de cada concursante al borde de su sepultura, y también la terrible silueta de los jueces. Estos se pusieron a examinar con precision la labor realizada. Había fosas perfectas, limpias, muy profundas. Otras eran simples zanjas no aptas para contener el propio cadáver. Después de mucha discusión, el tribunal de capataces dio el veredicto. El premio a la inmortalidad lo ganó un profesor de metafisica que estaba en el paro. El resto de las tumbas quedaron vacías.
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