La estrategia del 'vector'
En el hospital Doce de Octubre llaman vectores a las ratas, cucarachas, insectos y demás intrusos cuya relación con la salud es antagónica. No se puede reprochar a los entendidos que llamen vectores a una clase de bichos que con sólo mencionarlos traen a la memoria reptileana todo el pavor de la especie. Es mejor luchar contra los vectores que ponerse a pelear a brazo partido con las cucarachas. El vector, al fin y al cabo, es una cosa de la matemática, mientras que las ratas, etcétera, tienen rabo, patitas y algunas filas de dientecillos afilados. Siempre que la especie humana libra una batalla incierta con algún oponente peligroso, prefiere convertirlo en una abstracción. Si se pierde la batalla, por lo menos se gana un concepto. Y si se gana la batalla, cabe la posibilidad de que eso haya ocurrido porque primero se había reducido al oponente a una noción escueta de sí mismo. El hombre acude a la magia cuando no conoce del todo al adversario y hasta ahora ha ganado todas las guerras. O sea, nada que reprochar por ese lado.Pero hay más lados. Los militares, que son los que más viven de la estrategia, suelen dar al recluta muchas clases teóricas sobre algo que llaman "el enemigo". Todos los que hayan pasado por el campamento saben que el enemigo no existe (en tiempos de paz), pero que a pesar de ello es cien veces más listo, más peligroso y preparado que nosotros. Todas las mañanas, a esa hora en que la realidad no ha salido todavía del dominio de los sueños, el instructor repite que el enemigo no descansa, con lo cual añade culpa a la paranoia. Es lo malo de convertir al adversario en una abstracción, que se le hace inmortal. No es otra la desventaja. Sería triste que por llamar a ciertos bichos véctores, las ratas y las cucarachas acabaran siendo eternas. En -todo caso, nadie debió decírselo a ellos. Cuando alguien piensa que es inmortal, puede fastidiar mucho. Enseguida se lo toman por lo kamikaze.
Y, según parece, un vector kamikaze atacó el otro día a una empleada del hospital citado. De lo que se deduce que los intrusos de ese lugar, vaya usted a saber cómo, han averiguado la denominación, siendo de temer que a estas alturas haya uno o dos millones convencidos de que esa guerra no los va a matar.
. Es absolutamente injustificable que alguien haya filtrado el concepto a los periódicos. Sin quitarle tarripoco responsabilidad a los que por prurito profesional trasladaron una palabra de secreto estratégico a páginas de dominio público. Una guerra se puede perder de muchas maneras, pero hay una que ha señalado hasta CIausewitz: que el adversario nos entienda. Y todo hace pensar que los vectores del hospital Doce de Octubre entienden perfectamente a su conten diente. De poco servirán esas 400.000 pesetas mensuales que se paga al servicio de desratización, ni todos los esfuerzos empeñados en el Plan de Lucha Antivectorial.
Es una guerra perdida por culpa de quien inventó el nombre y por culpa también de los que lo difundieron. Una prueba de que los responsables la han dado por perdida es que, según noticias de última hora, en el hospital Doce de Octubre se está luchando ya casa por casa, agujero por agujero. Un miembro del comité de empresa se ha quejado de que el agujero por donde entró la rata se haya tapiado demasiado tarde. Todo indica, pues, que se ha llegado al cuerpo a cuerpo, de que cada empleado y enfermo de esa institución transitan en estos momentos armados de paleta y cemento por los corredores del peligroso lugar.
Es absolutamente preciso hacer llegar a los sitiados el mensaje de que deben abandonar la resistencia y, mientras ello sea posible, huir del edificio. No tiene sentido que, por un honor guerrillero mal entendido, el campo de batalla se siembre de más víctimas inocentes. Aceptar la derrota es propio de quienes están convencidos de que tienen razón. Por otra parte, este repliegue táctico permitirá montar la defensa unas cuantas líneas por detrás, acaso en Legazpi o en la misma estación de Atocha. El objetivo es que Madrid no caiga.
Dicho esto, ¿no hubiera sido preferible matar primero a las ratas, etcétera, y después buscarles un nombre clínico? ¿Quién se empeñó en darle este prestigio social al adversario? Por último, una pregunta que exige ser contestada a la opinión pública: ¿cuánto tiempo se tardó en encontrar la palabrita?
Admitamos que no debió resultar muy fácil.
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