El sendero de la lealtad
La etapa norteamericana del cine de Costa-Gavras comenzó bien, con Missing, filme en el que encontró una combinación más que aceptable (en realidad muy brillante) entre aventura y metáfora, entre entretenimiento y conocimiento. No arrastró Missing esas enormes masas de dinero que generan las grandes películas comerciales de Hollywood, pero tuvo buena audiencia, y, debido a ello, entró en la lista de películas que, por despertar ideas, ennoblecen al cine norteamericano de una época de éste casi enteramerite llena de obras que se limitaron a servirse del celuloide como adormidera de ideas.Con El sendero de la traición, Costa-Gavras sigue ese rnismo sendero de la lealtad (que le lleva a enunciar verdades capaces de despertar el viejo sentido del escándalo, ese que hoy guardamos como reliquia medio olvidada de aquellos tiempos en que las, gentes todavía se indignaban) iniciado en Missing. El filme contiene una historia muy dura y muy veraz, que está desarrollada dramáticamente por el guionista y construida visualmente por el direclor con generosidad y rigor (por ejemplo, esa inquietante manera que el filme tiene de reflejar el transcurso apacible, casi idílico, de la vida cotidiana en una feroz comunidad fascista de la América rural), pero que pese a sus innegables calidades padece una debilidad en la misma médula: siendo todo en El sendero de la traición inteligente, elevado y significativo, hay no obstante algo en él que no llega a donde promete llegar, que se queda un poco corto. De ahí la paradoja de que este filme, pese a ser evidentemente bueno, resulte finalmente insatisfactorio.
El sendero de la traición
Dirección: Costa-Gavras. Guión: Joe Esztehas. Fotografía: Patrick Blossier. Música: Bill Conti. Estados Unidos, 1988. Intérpretes: Debra Winger, Tom Berenger, Betsy Blair. Estreno en Madrid: cines Carlos III, Roxy, La Vaguada y (en versión original subtitulada) Torre de Madrid.
La historia que cuenta Costa-Gavras, sin que ello le robe grandeza, no tiene nada de nueva. En realidad es, casi al pie de la letra, la misma con que Ben Hecht y Alfred Hitchcock construyeron una de las más graves películas de la historia, Encadenados, ese filme genial, terrible y desolado que convirtió a Ingrid Bergman, Cary Grant y Claude Rains en colosos de la especie, en oficiantes de una formidable tragedia de nuestro tiempo. El argumento de El sendero de la traición es prácticamente idéntico al de Encadenados, pero, así como Hitchcock se servía de él para explorar sin guardarse las espaldas, con temeraria valentía, el fondo oscuro de una pasión, Eszterhas y Costa-Gavras se quedan en el umbral de esta pasión y la eluden, amortiguando así la capacidad de conmoción de lo que narran, que se queda en buena pólvora, pero mojada.
Conformismo involuntario
No es creíble que Debra Winger -una extraordinaria actriz- y TomBerenger -más limitado que ella, pero que da el tipo- se amen y desamen a voluntad, cuando conviene al director y al guionista y esto les facilita las cosas. Los autores del filme han buceado con maestría en una historia de fondo, pero se han eximido a sí mismos de penetrar en el fondo de ese fondo.Por ello, la vértebra trágica que hay bajo la cáscara del filme, que es la perturbadora relación amorosa entre la muchacha polícía y el nazi asesino, no está suficientemente desarrollada y se queda en una sombra de lo que podría haber sido de ser llevada a sus últimas consecuencias, que son las primeras, las simples e irrefutables leyes del corazón y del instinto.
Basta con imaginar la relación entre Debra Winger y Tom Berenger, traspasada por un amor recíproco irrefrenable, para poder imaginar sin dificultad esta misma película, pero en estado de puro desgarro, en carne viva, en situación de expresar las reacciones humanas más extremas en lugar de quedarse en el rincón de los comportamientos ambi guos, cuando no arbitrarlos, de quita y pon.
Todo funciona en El sendero de la traición, salvo las vísceras de sus personajes oficiantes, que derivan hacia la abstracción y rebajan la capacidad de contagio de un abrupto relato cinematográfico que, de haber sido cogido por los cuernos, hubiera embestido contra el irremediable conservadurismo del espectador entronado en su comoda butaca de pago, pero que, al ser eludido por su guionista y su director, se limita a acariciar involuntariamente ese conservadurismo. Y la búsqueda inconforme se queda en encuentro con una forma no buscada de conformismo.
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