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Luto del pintor

Dalí de Gala, en su vertiginoso declinar, nos abandonó llevándose su más terrible misterio; aquel que asemejándose a la dimisión de Rimbaud y de De Chirico, y en muy diferente medida a la de Marcel Duchamp, nos muestra el terrible y biológico cambio que invierte el deslumbramiento adolescente, provoca el vuelco conceptual y traiciona el universo nutricio. En realidad hacía ya casi 40 años que Salvador Dalí había dejado de ser un verdadero artista para convertirse en patética caricatura de sí mismo.Mucho se hablará tras la desaparición de quien fue pretexto para la gacetilla sensacionalista, y la pujante necrofilia nacional tendrá esta vez fácil y buen pasto. La historia del arte, en cambio, dejó ya situado a su debido tiempo cuanto de importante su obra significó en un momento bien preciso del arte contemporáneo. Todo el final de su vida, de todas formas, tomó aspectos de penoso drama, que, si el protagonista hubiera permanecido verdaderamente lúcido, tendría connotaciones paródicas afines al personaje. En realidad, desde esta perspectiva, su propio ensimismamiento fue, al menos, consecuente con el decaimiento de su obra. Raramente el final de un gran artista -y Salvador Dalí lo fue durante casi dos décadas- ha sido enturbiado de tal manera por intereses parasitarios. Una sórdida y decadente teatralidad, un pensamiento ciertamente retrógrado y mistificador, fomentado aún más por una corte mercantil, acompañó oscuramente aquello que pudo haber sido lucido fin de fiesta. Tal situación entrega al personaje un aura de realidad que nunca poseyó, induciendo a cierta conmiseración. Lejos de nuestra intención, en estos penosos momentos en que desaparece alguien al que ciertamente se admiró, el pretender confirmar la moraleja de la fábula, ni tampoco el mostrar entremezclado pesar frente a quien tanto traicionó -comenzando por sí mismo- y que tan ramplonamente sedujo durante gran parte de su vida.

Podría decirse con certeza que el artista, sumergido en su propio sistema, y aplicando anormalmente su descubrimiento juvenil -el brillante método paranoico-crítico-, dejó de incidir efectivamente en un universo eminentemente escenográfico en donde la médula que lo sustentaba quedó paulatinamente sustituida por un deseo de seducir que incluyó, como contrapartida, la aceptación de su propia domesticación. En la obra de Salvador Dalí no hubo nunca verdadera aventura y riesgo pictórico, y aunque existiera en el período a que nos referimos un incisivo y provocador deslumbramiento conceptual, lo cierto es que su aventura quedó reducida a la escenificación minuciosa de la obsesión y a la elaboración fotográfica de un clima onírico en donde únicamente el detalle delataba la veracidad psicológica del conjunto. Partiendo del influjo posromántico y del desnudamiento ambiental de De Chirico y de Tanguy, y utilizando el mismo sistema de luz rasante por ambos empleado para lograr la enfática corporeidad de los ingredientes contrapuestos, Dalí logró también reflejar un paisaje matriz -su sentida playa desierta- convirtiéndolo en mental escenario propicio a la eclosión de imágenes poderosas. Mientras este espacio permaneció verdaderamente activado, y a pesar de su endeble pictorcidad, surgieron escenas de sulnerránea intensidad en doride la turbadora sexualidad, la cbsesión maculatoria, el refugio masturbador y el interés por lo blando y lo viscoso se evidenciaban, en abrupto contraste, frente a cristalinas construcciones re cortándose sobre la nitidez de una atmósfera de cámara neumática o de rojiza y turbia tormenta.

Al abandonar el influjo superrealista, el artista, sometido a un rígido sistema formal, cedió bien pronto al aspecto más vulnerable de su pintura y a su difícil resolución, es decir, a la manera académica de su trasposición. No hubo profundización en la labor pictórica que compensara la ausencia de motivación, y el desmedido comercialismo se refugió en la laboriosa apariencia de un buen hacer -y mal dibujar- que no suponía más que paciente trampa bajo esquemas estéticos paródicos. del renacimiento, una sospechosa religiosidad y un cientifismo de pacotilla.

El verdadero drama de la obra de Dalí a partir de 1940 es la evidencia de que la aplicación de sus esquemas a un signo diferente nunca pudo ocupar el lugar dejado por su adolescente y fértil apertura al inconsciente: su anquilosamiento formal se correspondió con la imagen de la claudicación, y la sustitución buscada no se complementó con un verdadero pensamiento pictórico, ni tampoco con una efectiva investigación del nuevo domin¡o. La obra de Dalí deja bien pronto de ser superrealista para convertirse en un decorado donde flota laboriosamente una hibridez que nunca fue sentidamente religiosa, como tampoco o fue poéticamente científica. El caparazón que encubría la des¡dia y la avidez bastaba a condición de ser sujetado, paralelamente, con la actitud histriónica de quien conscientemente se convirtió en el bufón de cierta sociedad. El encanto quedó roto y el desmedido exhibicionismo supuso el desprecio a la labor del artista y a la deformacion de su condición. Solamente a través de algún texto asonaba todavía, como una brizna mortecina, el eco del método brillante y obsesivo que sustentó lo mejor de su obra.

Lo más grave en el caso de Salvador Dalí es la generalizada convicción -y no solamente entre el gran público- de la permanencia revolucionaria en toda su labor, cuando en realidad ha sido precisamente a partir del abandono de los postulados superrealistas cuando su pintura se divulga, hallando una verdadera audiencia a fuerza de continuas concesiones y de proclamaciones no siempre felices. El método paranoico-crítico se puso al servicio de un deliberado delirio comercial, perdiendo toda capacidad de convulsión asociativa, toda fantasmagórica y poética violencia, y hasta el humor se ausentó gradualmente hasta convertirse en histriónica caricatura que terminó por asociar indiferentemente las declaraciones más odiosas a una perpetua y vacía verborrea, así como un realismo de pretendido clasicismo a un onirismo de caseta de feria.

Cuentan los cronistas que su última visita, en su patético final, fue para contemplar la instalación de la barca de Gala en el museo de Figueres. La barca permanece sostenida por dos grandes barras metálicas en forma de muleta, y en ella se colocará una vela y un paraguas que los visitantes podrán abrir y cerrar mediante el pago de una módica cantidad introducida en una máquina tragaperras. Triste y esperpéntico mausoleo el del museo de Figueres, donde el tabladillo, el oropel y la guimalda no logran hacernos recordar el misterio que en otra hora pobló la playa desierta. Hasta las sombras alargadas parecen ya estereotipadas, ajenas y disociadas del cuerpo que debería provocarlas y ser perseguido por ellas. La barca de Figueres, conducida por un rey loco de voz aceitunada, quizá pudo todavía surcar la cueva wagneriana, o la profunda y oscura laguna Estigia hasta llegar a la isla de los cipreses. Su contemplación será, a pesar de todo, el último gesto que nos redima en parte de tanto pesar. La barca de Gala ya no recibirá a un Dalí vestido de gala, sino a un pintor hace ya muchos años ensombrecido de luto.

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