En vísperas del temblor
Un gran viento sopla sobre Budapest. Tras un par de días de sol, la nieve ha vuelto. Por las noches, la Luna ilumina el espacio con esa pureza y quietud que la nieve emana cuando el aire es transparente. La limpidez parece un reflejo del curso del río. Durante el día los cuervos y las cornejas vuelan de aquí para allá con la serena antigüedad que les concede la leyenda de que fue por medio de uno de ellos por el que la madre de Matías Corvino el gran héroe nacional, hizo llegar a su hijo un mensaje decisivo. De nuevo también, el Danubio muestra placas de hielo que no dejan de recordar la lejana imagen de los nobles en pie sobre el río helado aclamando a su rey en un día glorioso para la historia de Hungría. El pacto de Trianon, tras la guerra de 1914-1918, determinó a fin de cuentas que Hungría nunca pudiera intentar ser una potencia. Desde entonces hasta hoy, las relaciones entre austriacos y húngaros no han dejado de ser de cercanía. Hay un chiste que corre de antiguo por el país: Otto de Habsburgo se encuentra en su casa cuando su secretario entra a advertirle sobre un partido que atrae la atención de todos por su característica rivalidad: "Señor", dice el secretario, "esta tarde retransmiten por la televisión el Austria-Hungría". Y Otto de Habsburgo contesta: ¿Ah, sí? ¿Y contra quien jugamos?".
La frontera austro-húngara es perfectamente permeable para los súbditos de ambos países. Los austriacos cruzan la frontera hasta para ir al supermercado; también son muy solicitados los servicios de los dentistas húngaros; al parecer, se está produciendo una extraordinaria concentración de dentistas húngaros en torno a la frontera; todo se debe, como resulta fácil de imaginar, a que los precios de éstos y otros servicios son ridículos para el poder adquisitivo austriaco. A su vez, los húngaros atraviesan la frontera en busca de bienes de consumo de los que carecen; los húngaros obtienen sin dificultad pasaportes válidos para todo el mundo, y la única limitación es la cantidad de florines que pueden sacar del país, realmente ridícula; pero la necesidad aguza el ingenio. Se calcula que a lo largo del año 1988 habrán cruzado la frontera 10 millones de húngaros; me hice repetir la cifra porque coincide con la de la población, pero es así; la dinámica de esta sociedad aparece por todas partes y en toda clase de anécdotas.
En contraste con la bulliciosa Pest, el barrio del castillo es uno de los lugares más melancólicos de la vieja Europa. Enclavado en una colina, desde él se domina la antigua Buda, el río y la nueva Pest. En uno de sus extremos se halla el castillo, sede de la corte de Matías Corvino o María Teresa, que domina todo el ámbito de la ciudad y que es visible desde cualquier punto de ella. Uno puede pasearlo largamente siguiendo la muralla y asomándose a los historiados bastiones para contemplar la ciudad con la sensación de que la contempla desde la historia y la tradición. La primera impresión mirando hacia Pest y el Danubio es que la ciudad resulta abarcable; cuando se mira hacia Buda puede verse lo que fue la antigua ciudad, hecha trizas por los bombardeos rusos durante la Il Guerra Mundial. Hacia Buda se abre al paseo Arpad Toth, que transcurre bajo una doble hilera de árboles para finalizar en el castillo; el paseante sueña con que no acabe nunca mientras: saborea esa calidad vital que resulta de darse tiempo para meditar, mirar y sentir; para no sentirse a solas más que con sus pensarnientos y sus sensaciones.
En el barrio del castillo el paseante se siente arropado por las casas bajas pertenecientes en su día a la nobleza de la corte; son casas remozadas y muy cuidadas todas ellas que ofrecen el detalle simpático de dejar ver, a través de algunos costurones intencionados, la vieja piedra. En muchas de ellas, si uno se asoma al portal, puede vislumbrar un amplio patio y, en las paredes junto a la entrada, unos arcos ojivales rematados por abajo con una especie de banco volado de piedra, donde se dice que se guarecían los criados a la espera de sus señores. Como los portones están muy bien conservados y son de madera con herrajes, algunos especialmente trabajados, y contrastan con escudos y figuras en las fachadas y airosos remates en las ventanas, el conjunto es verdaderamente encantador, especialmente si se recorre al atardecer con las viejas farolas de gas luciendo. Durante el paseo por las calles se alcanza a ver algunos interiores, un grato salón a través de las cortinas semiabiertas; también podemos detenernos a admirar las irregulares y hasta onduladas alineaciones de las casas o la pequeña tienda de un anticuario o un café de aire clásico.
A la vista del castillo, al pie de cuya barbacana existe un cementerio turco que recuerda los dos siglos de ocupación tras el desastre de la batalla de Mohacs -ese nombre que hasta el último de los húngaros parece portar como un amargo recordatorio-, pienso en esos dos siglos y recuerdo que tanto jóvenes como adultos los consideran hoy, de modo extrañamente unánime, como una falla brutal y decisiva en la historia de Hungría, un tiempo de vacío más que de penalidades, que no debieron ser pocas. Cada vez más, doy vueltas a esa alternan cia entre el entusiasmo fundacional y el abatimiento de la decadencia sobre los que gravitan los sentimientos de hermandad, soledad y hasta cierto nihilismo. Hay una imagen poética de Vörösmarty que habla, en un momento de intenso desaliento, de "la tumba en que se hunde la nación". Un pueblo acostumbrado a reconstruirse y abismarse fronterizo, en medio de invasiones y luchas propias, que parece respirar de manera convulsa y dramática, pero también extraordinariamente dinámica.
Recuerdo el entusiasmo que una vez, con ocasión de un viaje suyo a Madrid para el lanzamiento de su novela Barbazul hace unos años, manifestó Max Frish ante el estímulo que suponía para él -lo respiraba, lo sentía, y eso era para él más poderoso que cualquier razón- un país como el nuestro; vio en él una viveza, imaginación, reflejos y ánimo como ya no recordaba, frente a lo que él consideraba una Europa fosilizada y repetitiva. He recordado aquella excitada perplejidad del viejo maestro suizo cuando me ha parecido advertir en el ambiente de la Hungría de hoy, un deseo de vivir y de moverse que es incontenible y que está a la vista, como cuando en un puerto la actividad se reúne en torno al buque por partir.
Quizá lo que se avecina es un cambio de mentalidad, es decir, una suerte de revolución cultural. Los jóvenes, hasta donde he podido darme cuenta, no parecen desdeñar el socialismo, pero tampoco se sienten estimulados a avanzar por esa vía; está claro que quieren otra cosa, y en especial un progreso que cristalice en bienes materiales. La verdad es que uno piensa de dónde sale el dinero para comprar al otro lado de la frontera si el salario medio está entre 7.000 u 8.000 florines (15.000 a 18.000 pesetas). Si la principal preocupación de los jóvenes es hacerse con una ropa o un calzado del tipo de los que se usan en España, o un libro especializado puede llegar a costarles 2.000 florines, ¿dónde queda la posibilidad de independizarse de sus padres? Conseguir un piso entre varios es un verdadero problema; para uno solo se considera un privilegio inalcanzable, un sueño.
Son jóvenes que se preocupan seriamente por su futuro y no sólo por sus vaqueros o sus hamburguesas occidentales -como les encanta explicar a todos los periodistas sin imaginación pero que tampoco tienen acceso a los misterios de la economía paralela. En esta situación, el socialismo es algo que ha quedado o va a quedar atrás. Los mayores les acusan de no tener ambiciones dignas, elevadas. La historia se repite.
La nieve ha seguido cayendo y no cabe duda de que saldré de este país como entré en él. Tanta nieve me hizo pensar en el color de Hungría. Probablemente me hubiera ido sin saber de él de no ser por una visita al pequeño y delicioso pueblo de Szentendre, apenas a media hora de Budapest, por una carretera donde uno se cruza con ruinas romanas de la antigua Panonia. Es un pueblo de los que se denominan típicos, lleno de puntos de venta de artesanía, hermosas iglesias de varios cultos, pequeñas tiendas y restaurantes también pequeños y acogedores, que barniza su tipismo con un aire cosmopolita. Es también un nido de artistas y está lleno de pequeños museos -yo creo que el país entero está lleno de pequeños museos dedicados a todos los quehaceres humanos- En uno de ellos, que reúne las obras de Czóbel, vi pintado el color de Hungría en tiempos de primavera y verano. Hay quien dice que a los españoles que lo visitan en estas épocas del año Hungría les recuerda a Galicia. Yo no puedo atestiguarlo, pero en las pinturas de Czóbel había un colorido alegre y sensual intensamente sobrepuesto a un fondo sombrío muy tenue, casi imperceptible; o acaso fue una simple impresión mía.
Hungría entra otra vez en una época de reformas. Janos Kadar, un personaje de presencia y destino dramáticos, ha llegado hasta aquí. ¿Será ahora Inire Poszgay el verdadero gran reformador? En todo caso, estamos en puertas de algo que puede tener el valor casi telúrico de tantos estremecimientos magiares.
Cuando dejo Budapest me llevo la impresión de haber estado en una ciudad que no se diferenciaría ambientalmente de ciudades como Múnich o Hamburgo de no ser porque en esas ciudades hay algo que en ésta falta todavía: el olor del dinero.
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