Los teatros mueren con su sociedad
Caen los teatros privados en Madrid: ha cambiado, antes, una sociedad que los hizo a su imagen y semejanza. El teatro se albergó al principio en las casas de los demás: en los palacios -de corte-, en los corrales -popular- y en los atrios -sacro-. Apareció la burguesía, alboreó la sociedad industrial y la primera técnica; el teatro fue suyo. Lo construyeron como una prolongación de sus casas -y los casinos, los restaurantes-: mármoles, lustres, terciopelo rojo, volutas doradas, acomodadores de calzón corto y guante blanco, foyer, buffet y fumoir -el francés era el idioma de la burguesía- Los dirigían los empresarios. Los hubo aristócratas -el marqués de Balazote, actor con el nombre de Fernando Díaz de Mendoza- y de la nueva clase -Cándido Lara, carnicero enriquecido-; en todo caso, guardianes de un círculo privado. Trabajaban también inmaterial: lo que se decía en esos teatros y quiénes lo hacían. En el gran teatro burgués se debatían los problemas de clase: las nuevas formas financieras e industriales -el pagaré, la letra de cambio, el honor en relación con la ruina, la clase industrial ante la sangre-, se planteaban problemas de la nueva familia -matrimonios más libres, derechos femeninos y juveniles, cuestiones de herencia, enfermedades de transmisión genética- y hasta la relación con la religión y los trabajadores. Los empresarios elegían a los autores que fueran capaces de debatir desde dentro esa sociedad y producían actores y actrices capaces del divismo, muchas veces con apellidos ilustres; en todo caso, el dinero les premiaba y la admiración les llevaba a los salones.Huida burguesa
El sisterna comenzó a cambiar con la II República, donde en el teatro empezaron a entrar otros ternas, otros personajes y otras criticas, y se restauró con Franeo. Por dentro iba, sin embargo, un riego continuo de otras fuerzas. Ortega defendió aún la situación con La rebelión de las masas y Marañón con los Ensayos liberales, pero la masa iba dominando. La burguesía empezaba a oír en los teatros cosas que no le gustaban: las críticas se le hacían desde fuera, con rumores de revolución. La misma que en la política: la lucha contra el divo, contra el autor dominante. Aún con la censura abierta, pero con Franco renqueante y los censores y sus jefes tolerando un poco para adelantarse a tiempos que veían venir (muchos tuvieron éxito), empezó a entrar otro aire. La burguesía comenzó a no ir a sus teatros, y las primeras señales que se advirtieron fueron las de la decrepitud. Mármoles cuarteados, terciopelos pelados, entarimados y sillas crujientes, luces apagadizas. La propiedad que podía reclamar la masa la encauzó el Estado: el dinero público, dividido después entre otras instituciones que pudieron crear un teatrolocal de restauración en algunos casos, o de modernidad en otros, y con mejores técnicas. Desaparecieron las compañías estables y se hicieron las de reparto. Esto encareció el teatro; los empresarios burgueses no podían concurrir ni con el lujo ni con los precios políticos.
Además, entraba otra tentación: los teatros, aun los pequeños, eran edificios importantes: necesitaban una gran superficie, la altura de los telares, los bajos de los sótanos. Eran una codicia abierta para los especuladores de terrenos lanzados sobre Madrid. Sufrieron después los cambios migratorios de la ciudad: barriadas prósperas fueron ocupadas por los marginados, el aspecto externo de los burgueses -joyas, pieles- se fue hizo peligroso en las calles nocturnas. Y lo que les contaban en los escenarios -desnudos, sexo, adulterios libres, denuncias de la riqueza iba contra ellos. Se fueron definitivamente, se acomodaron para el prestigio social en la conservación de los espectáculos ya caídos -la ópera, el ballet por temporadas cortas-, se aficionaron a deportes y casas de campo, comenzaron a ver la televisión y el cine -que les siguen indignando porque no están hechos tampoco a su medida-, y el teatro quedó abandonado. Se ha ido destruyendo, cambiando de menester.
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