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Uso y abuso de la mayoría absoluta

Josep Maria Vallès

La transición a la democracia se desarrolló en el contexto de una cultura política -o de una ideología hegemónica- en la que latía el ansia por contar con mecanismos estables de decisión, como contraste a las experiencias erráticas y vacilantes de la monarquía liberal de 1876 o de la república democrática de 1931.Tal ansia de estabilidad se identificó apresuradamente con la necesidad de primar la constitución de mayorías parlamentarias absolutas, monocolores y disciplinadas. A fraguar tales mayorías deberían conducir un sistema electoral seudoproporcional, el reforzamiento de los aparatos partidistas mediante la elaboración de candidaturas, la cláusula de la moción de censura constructiva o los mecanismos del reglamento parlamentario. Con pequeñas variaciones, tales dispositivos se extendieron al triple sistema de gobierno estatal, autonómico y municipal. Hasta 1987, los resultados mecánicos de tal proyecto han producido -aparentemente y salvo excepciones- los resultados esperados: Ejecutivos escudados en compactas y sumisas mayorías parlamentarias, regionales o municipales, que sólo se cuarteaban por crisis internas de los partidos que las formaban. Desde las elecciones de 1987, el panorama se ha modificado en el plano local y autonómico, aunque persista en el plano estatal.

Lo que no se ha modificado es la percepción dominante del juego político. Un juego político entrevisto como una confrontación entre mayoría absoluta y oposición, dando lugar al modelo de adversary politics -o política de antagonistas, en traducción aproximada-, que la ciencia política ha elaborado para distin guirlo de modelos de concertación-consenso en otros sistemas.

Es sintomática a este respecto la alergia profunda a las coaliciones que padecen nuestros líderes estatales, autonómicos o locales Incluso cuando las condiciones parlamentarias o políticas requieren perentoriamente la coalición, la añoranza de una mayoría absoluta perdida o no alcanzada lleva a preferir el gobierno en minoría. ¡Qué contraste con culturas políticas donde la coalición se admite sin aspavientos como mecanismo de concertación y diálogo, aun en casos donde la matemática parlamentaria no la hace estrictamente necesaria! En tales contextos políticos, los costes de la coalición -que los hay- son preferidos a los costes -a menudo superiores- del orgulloso aislamiento en la mayoría monocolor.

Ganar siempre

Pero nuestros políticos -los que cuentan con mayoría absoluta y los que no tienen otra aspiración que conseguirla- sueñan con una política de antagonistas muy especial, que no es la de otros países donde funciona. Lo que ellos pretenden es ganar siempre en la arena parlamentaria, pero rehuyendo cualquier otro tipo de confrontación.

En el Parlamento, el vencedo electoral siempre gana. Puede imponerse sin concesiones en los procedimientos legislativos, incluidos los extraordinarios de las leyes orgánicas. El ganador pue de -si quiere- ejercer el con trol absoluto sobre organismos dependientes de la mayoría par lamentaria: jurisdiccionales, socioeconómicos, medios de comunicación públicos, etcétera. Así sucede porque los contrapesos a tal poderío no se hallan ya en el terreno institucional: pese a quien pese, Montesquieu se halla difunto o moribundo en los países democráticos.

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Los contrapesos efectivos se encuentran en otra esfera, donde se situarían partidos fuertes, sindicatos y patronales implantados y representativos, medios de expresión con autoridad y responsabilidad,asociacionismo voluntario de todo tipo difundido entre la población, y así sucesivamente.

No ocurre así en este país, en ninguno de sus ámbitos: el estatal, el autonómico o el local. Con diferencias de matiz, en cada uno de tales planos el panorama tiende a la desertización por la debilidad o la inexistencia de mecanismos de expresión y articulación de demandas e intereses colectivos.

De ahí que la responsabilidad de quien disfruta de la mayoría absoluta sea diferente y superior a la que corresponde a democracias mayoritarias -o antagonísticas- implantadas en contextos de estructura social más consistente que la nuestra. Y más graves son entonces las consecuencias de la confusión entre uso y abuso de la mayoría absoluta en que incurren algunos gobernantes de nuestra joven democracia.

Negociar y pactar

Usa adecuadamente de la mayoría absoluta quien la entiende como un recurso político más en la dialéctica permanente con otros sectores políticos y sociales: se expone al debate y a la crítica, negocia y pacta, atiende al permanente pulso social y decide en consecuencia.

Abusa de la mayoría absoluta quien la confunde con el recurso expeditivo del combate político, por el hecho de que el ganador esté parlamentariamente cantado de antemano. Entonces, esquiva por incómodo el debate, confunde pretenciosamente sus posiciones con las de la mayoría social, resiste la negociación sobre lo que entiende como opción única, escucha poco y decide en solitario.

Tanto mayor es la tentación de este abuso insensible de la mayoría absoluta cuanto pobre y desértico es el panorama social y político en que se ejerce: partidos burocratizados, sindicatos y patronales poco arraigados, medios de comunicación proclives al cotifleo superficial -cuando no al sensacionalismo intoxicador-, movimientos sociales aislados en el tradicional no apuntarse a nada de la ciudadanía, etcétera.

En estas condiciones, y desde la mayoría absoluta, la llamada arrogancia de algunos dirigentes no es -por lo general, y a diferencia de lo que cierta prensa o radio política del corazón vocea- un rasgo de carácter: es a menudo un efecto inducido por el sistema, que sólo una voluntad política consciente de sus responsabilidades democráticas puede neutralizar.

La lección de la huelga no está muy lejos -a mi juicio- de este abuso de una mayoría absoluta, confundida con el talismán para la reforma -¿cambio?, ¿modernización?- de la sociedad que todavía se predica desde afirmaciones de izquierda. ¿Se entenderá ahora que tal mayoría aritmética puede ser una trampa más que un trampolín? ¿Se aspirará ahora a estimular en lo posible los mecanismos que tiendan a la repoblación de nuestro paisaje social o se optará por fomentar todavía más su desertización?

Termino con la propuesta de un ejercicio especulativo, entre tantos que sugiere el análisis del éxito indiscutible de la huelga: ¿cómo hubiera afrontado el episodio una derecha con mayoría absoluta?

Josep María Vallès es profesor de Ciencia Política y de la Administración de la universidad Autónoma de Barcelona.

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