La paz exige un enemigo
Hacia 1945 se revelaron a la opinión pública dos fallas geológicas mundiales, a lo largo de las cuales se ha construido la historia del último medio siglo. Una la constituía la aparición de dos superpotencias con vocación de contemplarse a través de una frontera común que suturara todo el planeta; y la otra, el establecimiento de cada una de ellas como líder de un campo ideológico-económico no sólo distinto, sino contrapuesto.El mundo antiguo había vivido ya el desequilibrio a dos: Atenas y Esparta; Roma y Cartago; pero uno y otro sistema se habían reducido al entonces universo conocido, y de esa pugna bipolar había surgido inevitablemente un vencedor que un día pronunciara la fatal delenda al enemigo. Estados Unidos y la Unión Soviética, por el contrario, agotan, cierran pasablemente el mundo, sin haberse decidido hasta la fecha a poner fin con la guerra a ese desequilibrio.
En los siglos XIX y XX, las guerras de independencia americanas, la liberación de Grecia de la Sublime Puerta, y la primera gran contienda mundial oponían potencias o pueblos en lucha por algún tipo de gobierno constitucional a tiranías coloniales o formas de gobierno oligárquico. Con todo, ni la opción ideológica ni las distintas sociedades en combate eran básicamente diferentes entre sí, contrariamente a lo que ocurre con los alineamientos que desde el fin de la segunda guerra se instalan con el nombre de bloque occidental capitalista y bloque oriental o comunista.
Y precisamente el hecho de que la primera vez que el mundo entero se ordena en dos ejércitos y en dos zonas de influencia, ello ocurre sobre la base del enfrentamiento entre dos concepciones de la sociedad y de la historia es la mejor garantía para el mantenimiento de una paz que nos excuse del holocausto nuclear.
La línea básica del pensamiento estratégico de esta segunda mitad del siglo argumenta que la paz del mundo se sustenta sobre el equilibrio del terror atómico. La evidente posibilidad de que un conflicto entre las dos superpotencias derive en sacrificio nuclear es lo que ha mantenido intacto ese nivel superior de arsenales de guerra. Sin desdeñar esa implacable evidencia, cabe argumentar también que igual de importante es para el mantenimiento de ese relativo equilibrio mundial la división del planeta en dos campos ideológicamente enemigos, con sus alianzas necesariamente sujetas al mantenimiento de uno y otro sistema.
La guerra fría, que bautizó Walter Lippmann en un artículo de 1947, arranca de la detonación atómica sobre Hiroshima en agosto de 1945. La tensión crece desde entonces a través de los episodios de la doctrina Truman, el puente aéreo a Berlín y los golpes de Estado comunistas en Europa oriental, hasta casi salirse del mapa con la guerra de Corea en junio de 1950. Tras el armisticio de 1953 comienza. un respiro al amparo del espíritu de Ginebra, surgido de la cumbre de julio de 1955 entre Eisenhower y Jruschov. El acuerdo de los dos grandes para anular los efectos de la agresión franco-británica e israelí contra Egipto en 1956 ratifica ese primer reposo del sismógrafo político. Ni siquiera los blindados soviéticos, que entran en Budapest al tiempo que los paras aliados ocupan Suez provocan poco más. que una escenografía de indignación en Washington. Pero, nuevamente, el fiasco de la cumbre de París, mayo de 1960, produce una inversión de sentido y la crisis de los misiles cubanos en octubre de 1962 lleva al mundo a su punto de mayor enfrentamiento no militar. Las superpotencias comprenden que la guerra fría está urgentemente falta de termostato.
Con la presidencia de Kennedy (1961-1963), el equipo de McNamara piensa la guerra nuclear posible. Se trata de la respuesta gradual, la bomba atómica táctica o de teatro, la posibilidad de hacer la guerra nuclear sin contagio ni holocausto universales. Automáticamente, Europa pierde una garantía, y Estados Unidos y la Unión Soviética ganan una nueva flexibilidad de acción. Washington deja de ser prisionero de una defensa de Occidente que, una vez iniciada por la vía atómica, entrañaría la conflagración ecuménica con Moscú; la capacidad de dar una respuesta localizada a una hipotética agresión comunista ha dejado de hacer inevitable que la lluvia de megatones soviéticos caiga sobre Washington. Sería posible, por tanto, sacrificar a Europa, en una lucha entre los dos grandes que se librase tan sólo en el Viejo Continente.
A esa nueva capacidad de entendimiento se suma la liquidación de Jruschov en 1964 y la progresiva consolidación de Leonid Breznev, un burócrata soñoliento que acaba de instalar el período de paz fría, recelosa pero despojada de toda verdadera amenaza para Occidente. Paralelamente, en los dos sistemas se desarrolla una erosión de fe por la base de la que son epígonos dos primaveras del 68: el mayo francés y la Praga del rostro humano.
Tras la muerte de Breznev en 1982 y saltando el instantáneo apunte de Andropov y la omisión cadavérica de Chernenko, en marzo de 1985 un nuevo líder aparece en el Kremlin. Mijail Gorbachov apenas tarda en anunciar que su idea de la Unión Soviética no es la de un socio bipolar sólo fuerte en cuestiones militares, e incapaz de competir en cualquier otro terreno con Estados Unidos; que, tras los excelentes propósitos de la perestroika y la cauta promesa de la glasnost, apenas se esconde la aspiración de Moscú de convertirse en una auténtica superpotencia en cualquier terreno, en una fuerza política, social, y económica que se reparta el mundo con Estados Unidos en toda la geografía de la modernidad.
Al mismo tiempo, esa modernización se hace convergencia. La realidad ya avanzada en Hungría y progresivamente desarrollada en Polonia parecen el futuro al que aspira Gorbachov en la Unión Soviética: un partido comunista que señoree sobre un sistema económico mestizo de capitalismo; algo así como una socialdemocracia de carácter sólo económico para regímenes suavemente autoritarios. De triunfar las reformas de Gorbachov, cabría esperar una paulatina desaparición de las razones para que exista esa división del mundo, en la medida en que ésta se basaría no en el horror al enemigo como en el sistema bipolar de guerra o paz fría, sino en la conveniencia de cooperar con el difuminado adversario. En estas circunstancias no se operaría una división artificial del mundo basada en la adscripción a la verdadera fe y a la herejía políticas, sino a razones más serias, como la geopolítica, la historia o la simple real polítik del poder nacional. La identidad de ideología pudo mantener a China y a la URSS en el mismo campo durante poco más de una década, al cabo de la cual los tratados desiguales del siglo XIX, la rivalidad imperial en Asia, la disputa de la hegemonía política en el mundo comunista, determinaron la separación de campos. Igualmente, Francia y la Unión Soviética pueden ver el planeta de una forma muy distinta si una aún distante convergencia de sistemas permite un día la reunificación de las dos Alemanias, en recordación de otras tentativas de encerrar el espacio germánico al Este y al Oeste. Así, el mundo de las alianzas se volvería inusitadamente libre.
Todo ello no significa que en ese contexto fuera a resucitar el sistema de equilibrio del siglo XIX, porque otras formaciones supranacionales se fabrican en el horizonte; la Comunidad Europea, en proceso de coordinación política, sería un nuevo factor sin cuya cooperación es difícil que esa aspiración competitiva universal de una Rusia, ya pos-Gorbachov, vea nunca la luz. Pero ese mundo de esfumación de las creencias fundadoras integrado por diversos actores supranacionales podría alcanzar una libertad de fricción mayor que la que se contempla en el actual sistema de bipolaridad, atenuada por la nueva China.
Nos hallaríamos, por tanto, ante dos tendencias mayores en parte contradictorias. De un lado, esa renovación del mensaje exterior de la Unión Soviética, con la aspiración de ejercer una influencia en su parte del mundo comparable a la de Estados Unidos, que cerraría hasta extremos asfixiantes el margen de maniobra internacional no ya de los no alineados, sino incluso de los propios aliados; y de otro, la confusión de los acotados ideológicos en cada campo, que eliminaría progresivamente una de las dos grandes razones, junto con el terror nuclear, que contienen la fricción dentro de los límites de la paz fría.
El general De Gaulle, que entrevió tantas cosas de fines del siglo XX, hizo este augurio en un discurso pronunciado el 28 de julio de 1946: "Parece como si el destino del mundo, que en los tiempos modernos sonrió sucesivamente al Sacro Imperio, a España, Francia, Gran Bretaña y al Reich alemán, confiriéndoles una especie de preeminencia temporal, ahora hubiera decidido dividir sus favores entre dos naciones. De esta decisión surge un factor de división que ha reemplazado al equilibrio anterior. ¿Quién, entonces, puede restablecer el equilibrio sino el Viejo Mundo entre los dos nuevos, sino la Vieja Europa? Estados Unidos y la Unión Soviética detentan una influencia mundial por sus propios recursos y los que poseen sobre los vastos territorios que el destino ha hecho colindantes, su influencia y su actividad se extienden enormemente, y podemos preguntarnos cuál no sería su peso si lograran combinar sus políticas pese a las diferencias que se plantean entre ellos de tanto en tanto".
¿Vamos hacia una "combinación de esas políticas" que perfeccione la bipolaridad a través de una influencia decisiva en vez de una brutal dominación militar, como es el caso actual de la Unión Soviética? ¿O a una nueva movilidad de alianzas que multiplique los polos de poder, acrecentando los riesgos de conflicto? Uno de los precios de la paz es que no se desdibuje la noción del enemigo. En uno y otro caso, las antiguas certezas pueden diluirse progresivamente, reforzando en el primero las sublevaciones de todos aquellos que no se beneficien directamente de la nueva bipolaridad perfeccionada, es decir, el Tercer Mundo; y acentuando en el segundo la capacidad de conflicto del propio bloque desarrollado. Todo parece indicar que el equilibrio mundial en el siglo XXI puede ser sustancialmente distinto del actual. No por ello deberían de ser menores los riesgos para la paz.
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