Perderse
El verano está todavía lejos, pero es posible tenderse junto a una estufa convenientemente orientada y repasar las arrugas y las grietas del techo con ese abandono que sólo interpretan a la perfección los animales. Los animales humanos tenemos que abandonarnos a conciencia: algunos disponen de un talento especial para no tener que aflojar ninguna correa moral a la hora de perderse; otros necesitan de una laboriosa lucha contra las señales impresas por la educación. El resultado nunca es el mismo.Se puede ser un cerdo integral y no tener remordimientos, dejarse orientar por los impulsos más feroces sin que ninguna fibra de la conciencia se resienta. También se puede ser un cerdo atormentado: vencer las barreras que nos impiden caer en la degradación por un miedo calculado a la condena y por un miedo razonable a las consecuencias de perder los estribos. Con esa cantidad de chiribitas mentales en el vientre el remordimiento es después como un ejército de hormigas con bayonetas entre los apéndices delanteros: todas las hormigas hurgando al mismo tiempo, con idéntica saña, en el corazón de la culpa.
El invierno parece una estación más propicia para los cerdos atormentados. Las dosis de placer que se pueden experimentar desde el remordimiento no tienen ni punto de comparación con las que se logran merced a una educación liberal, sin ningún impreso de pecado en la ventanilla de la depravación. Ni siquiera esa palabra parece existir en el vocabulario de los que no se rigen por el péndulo que a la derecha brilla con el rótulo bien y a la izquierda con el rótulo -tintado de rojo- mal. Ése es un privilegio de quienes se duchan todos los días con la lluvia de la inquietud, hijos de Cristo y del judío errante: en la medida en que logramos vencer los estigmas morales, franqueamos un umbral dulce y peligroso. En ese lecho, nuestro cerdo es un ángel. Por eso llegamos a pensar que es posible alcanzar la salvación alimentándonos de barro y estiércol. Vale la pena comprobar si ese cieno sabe a orquídeas.
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