El gran espectáculo de la Navidad
'D'Artagnan' en París y 'El fantasma de la ópera' en Londres forman parte de los escaparates de regalos
Renos que tiran de Papá Noël, curas y monjas autómatas que tiran de cuerdas de campanas, personajes de cuentos, elegantes parejas de maniquíes en trajes de noche - y smoquin. Christmas line, se dice en Francia, que cada vez concede más de su idioma hacia el inglés (no por los ingleses, por los americanos). Chalecos de fantasía en las dos ciudades: uno de cachemira -espalda de satén-, 300.000 pesetas. Entre ropas, los regalos. Libros de arte, colecciones de discos compactos, objetos caros sobre terciopelos y nieve química. Poco más o menos, el chaleco vale lo que un mechero Dupont (lacado especial, en edición numerada; si es en oro macizo, más de medio millón de pesetas). Cuando uno es pobre, piensa en la sutileza más que en el oro: una rosa francesa, 700 pesetas. La cultura de Navidad tiene una adopción especial en el teatro. Se infantiliza un poco más, se vuelve hacia los nuevos sentimientos y, por tanto, al gran espectáculo (cuando la tramoya avanza, se reduce el pensamiento). Londres vuelve a sus pantomimas de siempre, de cada año y de casi cada siglo: incluida la Cenicienta y su zapato (¿qué costaría ahora? Un buen par, de Bally's, 60.000 pesetas) y su Peter Pan colgando de un hilo desde el telar. Se refuerza el acoso (es decir, suben los precios en las agencias) para El fantasma de la Ópera: al comenzar la función, un viernes, se está vendiendo la en trada a 25.000 pesetas. En España debió haberlo hecho Rambal en los años de la posguerra o antes -fue una novela de moda-, cuando su Rebeca. La diferencia estética no está más que en la inversión económica, en la técnica de escena y, en el fondo, en lo que el público aprecia menos: la ópera de Andrew Lloyd Weber (ya no es un compositor, es una sociedad anónima que cotiza en las bolsas de Nueva York y Londres) , aunque he visto llorar es pectadores adultos en la escena en que la muchacha secuestrada besa las llagas de la cara del horroroso y resentido fantasma enamorado. Pero lo que se va a ver es cómo cae la lámpara -el famoso lustre de la ópera de París-, cómo se navega por el lago subterráneo mientras brotan del agua docenas de candelabros encendidos...
El espectáculo de París es D'Artagnan (en el teatro de Chaillot), dirigido por Jeróme Savary. El mosquetero legendario se bate y muere mariscal de Francia, entre estampidos de viejos cañones. Pero su caballo -bonito, elegante, diminuto- es el mismo que arrastrará la carroza de Milady y el carro de heno de los campesinos: trabaja en más papeles de lo que el sindicato permite. Como el lateral que brota hacia la escena tiene la misma arquitectura para la casa infantil de D'Artagnan que para la posada del camino o la pensión de París. Es un poco desconcertante. Los actores no son buenos: desde el centro del escenario se dirigen al público a gritos. Es así como creen que hay que hacerlo para los niños, a los que llevan sus papás y sus colegios. Niños puliditos, ordenados, vestidos algunos todavía con algo de terciopelo y cuello de piqué; padres nostálgicos que recuerdan su infancia repleta de las aventuras de los Mosqueteros. Esto no da más de sí, y Savary guarda su talento para mejor ocasión.
La nostalgia es un poco rara en estas dos ciudades, Londres y París. Se evoca, se repite y, al mismo tiempo, es crítica. Naturalmente que en el teatro Chaillot lo que se añora es la gran época de la dirección de Jean Vilar, cuando los actores eran Gérard Philippe, María Casares, Germaine Montero, y los autores, Brecht, Sartre o Camus; pero ahora hay un movimiento revisionista hacia aquella cultura.
Una nostalgia gruñona
Se niega que tuviera un valor real porque estaba apuntada sobre valores falsos. Un ensayista como Doubrovsky y un académico crítico como Poirot-Delpech piensan que Sartre se equivocó por completo, incluso sobre sí mismo; que su lucidez, su libertad, se aplicaban a una vida que no existía. Ni siquiera era auténtico: "Ha disimulado y ha mentido mucho" (Porot-Delpech). Si se entra más en la filosofía de esta crítica, se puede llegar a la conclusión de que la época -la gran posguerra- era la que estaba equivocada en su sentido de la vida. Mala noticia para quienes se formaron en ella y tratan de vivir de ella mentalmente.
Los hay, claro, en París y en Londres. En París, un cine se dedica a la retrospectiva de Alain Resnais; otro, a cuatro películas cuyo protagonista fue Charles Trenet; en Londres hay una revisión de la nouvelle vague francesa, y acaba de abrirse un restaurante que se llama simplemente Lennon, donde sólo se escucha música de los años cincuenta y sesenta, y donde el mayor asombro lo produce en el menú la paella Lennon y el paté Penny Lane.
Podría pensarse que, en Francia, la crítica del pasado y la necesidad masoquista de encontrarse continuamente con él forma parte de la falta de creación, o de creatividad si se prefiere, que se sufre en la actualidad. Un senador -Jean Cluzel- dice que la supresión de emisiones culturales o educativas en televisión -una consecuencia de la comercialidad- es un "verdadero Múnich de la cultura francesa" (se refiere al pacto de Múnich, que dio alas a Hitler para invadir Europa: ha quedado como sinónimo de la catástrofe política y diplomática) y da esta cifra: en cine y en telefilmes, Francia importa por 350 millones de francos, pero sólo exporta por 50 millones.
Babelia
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