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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La victoria de la 'intifada'

EL 9 de diciembre de 1987 comenzó una revuelta popular, juvenil, espontánea, de la población autóctona árabe en los territorios de Cisjordania y Gaza, ocupados por Israel desde la guerra de 1967. Al cabo de un año, y con cerca de 300 civiles palestinos muertos en enfrentamientos con las fuerzas armadas israelíes, podría parecer que nada ha cambiado si nos fiamos sólo de las apariencias sobre el terreno. La represión militar continúa, ajena al esporádico clamor internacional por el derramamiento de sangre; el primer ministro israelí, Isaac Shamir, aún cree que la revuelta es un problema sólo de orden público; las expectativas para la convocatoria de una conferencia internacional con la asistencia del principal interlocutor de Tel Aviv (la OLP) no son superiores a las de hace un año, y para colmo, Israel no ha logrado aclarar qué clase de Gobierno es el que expresa el resultado de las elecciones del pasado 1 de noviembre.Y sin embargo, no es cierto que la ecuación política permanezca inalterada. La intifada, la revuelta de la juventud palestina, no sólo no ha perdido su fuerza sacrificial -aunque a veces ofrezca síntomas de un cierto agotamiento-, sino que ha obligado a un serio movimiento de peones políticos en el propio bando palestino que hace concebir, dentro de la aparente inmovilidad del campo israelí, algunas esperanzas.

En primer lugar, hace irrupción un hecho radicalmente nuevo: el Ejército no ha conseguido suprimir la revuelta, y como consecuencia de ello, el pueblo insurrecto no es el mismo hoy que hace un año. Una nueva confianza, una seguridad especial en sí mismo, una justificada arrogancia del que se halla muy lejos de estar derrotado, son hechos políticos tanto como nuevas características psicológicas del enfrentamiento nacional que se desarrolla a orillas del Jordán. En segundo lugar, la acción popular, en absoluto prevista por la OLP, ha obligado a la organización palestina a producir hechos consumados. La proclamación en la pasada cumbre de Argel del nuevo Estado palestino, por más que sin fronteras ni Administración posibles, es un derivado del alzamiento en Cisjordania y Gaza. Como consecuencia de ello, la OLP ha de guiar sus actos por una nueva situación que no es ajena a la declaración de su líder, Yasir Arafat, en la que afirma públicamente la voluntad de reconocer a Israel en la medida en que éste acepte la existencia del hecho nacional palestino.

Por último, si bien es cierto que en este esquema sigue faltando la casilla más importante -una reacción del Gobierno de Tel Aviv que indique una auténtica voluntad de negociación-, también lo es que no se han cumplido los peores augurios sobre los efectos de la intifada en las elecciones israelíes. Contra muchos de los pronósticos, la coalición derechista del Likud, impulsora de la política de ni concesiones ni negociaciones, no ha mejorado su acopio de escaños. Al contrario, el resultado de las legislativas parece ser el de un equilibrio entre paz y guerra, una situación a la espera, que al menos no descarta nada en opciones de futuro.

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La pelota se halla irremisiblemente en el campo israelí, y aunque la decisión de Estados Unidos de no dejar hablar a Arafat en la sede de las Naciones Unidas de Nueva York no favorece precisamente el diálogo, a la opinión pública israelí no le va a ser fácil tampoco contemplar indefinidamente sólo la represión como medio para contener la revuelta. El hecho de que no haya sido posible decidir todavía si el Gobierno israelí va a ser monocolor de derecha o en coalición con el laborismo es otra muestra de que la situación, coyunturalmente estancada, no sabe muy, bien en qué dirección moverse.

La imposibilidad de acabar con la intifada es una grave derrota del ocupante. De la capacidad de la revuelta para consolidar un hecho tan nuevo como dramático en tierra palestina depende en buena parte el futuro de la zona.

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